La virtud del ciudadano ideal se basa en un afecto apasionado por sus iguales y por las condiciones de su vida en común. La única posesión real e infalible de ese individuo es su cuerpo, que puede ocasionar una revuelta contra el poder que lo marca. Y esto es especialmente válido para la mujer. En unos momentos de recortes de libertades, con una reforma de la ley del aborto que amenaza los derechos de decisión de las personas sobre su cuerpo, es necesario un nuevo “contrato social” que acompase lo cognitivo, lo práctico y lo afectivo.
El cuerpo es la mayor fuerza activa y transformadora en la vida material. Un principio hegeliano que Silvia Federici (1948) lleva hasta sus últimas consecuencias en Calibán y la bruja, un ensayo que demanda una reflexión urgente a obispos, jueces, fiscales, ministros y reyes, aforados todos. Bien sabe la privilegiada clase dirigente que lo ético no aparece como ley sino como costumbre, como manera habitual de acción que se convierte en una “segunda naturaleza”.
Federici es profesora de filosofía política en Nueva York y autora de numerosos ensayos en torno a los movimientos anticoloniales y su defensa de los “bienes comunes”, que contrarrestarían el avance imparable del capitalismo en su intento de apropiación y mercantilización no sólo del cuerpo de la mujer, también del conocimiento, de la tierra, del agua y el aire. Italiana de nacimiento, Federici se instaló en Estados Unidos a mediados de los sesenta para estudiar en la Universidad de Buffalo. En los ochenta vivió en Nigeria donde enseñó en la Universidad de Port Harcourt y participó activamente en organizaciones de mujeres y contra las políticas de ajuste estructural que se ensayaban entonces en África.
En Calibán y la bruja, la historiadora feminista repasa la cronología de la caza de brujas desde el siglo XVI hasta nuestros días. Fue una persecución sin precedentes porque por primera vez se acusó a todo un sector de la población de ser los seres más abominables del mundo. Se emprendió una legislación que penalizaba el aborto, con una red de policías de vigilancia que controlaban a las mujeres embarazadas para forzarlas a declarar su estado y así impedirles interrumpir la gestación. La cacería de brujas, la mayoría comadronas y sabias, fue el primer holocausto global que expropió a las mujeres de sus cuerpos. Podemos imaginar el efecto que tuvo en ellas el hecho de ver a sus vecinas y amigas ardiendo en la hoguera y darse cuenta de que cualquier iniciativa anticonceptiva por su parte podría ser percibida como el producto de una perversión demoniaca.
Federici sintetiza la dimensión racista y sexista de la disciplina que el capital impone sobre los cuerpos, pero también identifica a las figuras plebeyas y desobedientes desde las cuales se resiste. Una resistencia que empieza por la defensa de la remuneración del trabajo doméstico. En otro ensayo, Revolución en punto cero, la autora sostiene que el capitalismo siempre ha necesitado controlar a la mujer por ser un sistema de explotación que privilegia el trabajo como fuente de su riqueza; y la primera fuente de esa riqueza —y última frontera del capitalismo— es el cuerpo femenino. Cuando las mujeres luchan por ese salario, luchan también contra ese trabajo, en la medida en que el trabajo doméstico puede continuar igual siempre y cuando no sea pagado. Ese sueldo —que debería ser tanto para hombres como para mujeres— desnaturalizaría la esclavitud femenina, de esta forma no se convierte en objetivo final, pero es una estrategia para lograr un cambio de relaciones de poder entre mujeres y capital. Para Federici, identificar el cuerpo con la esfera de lo privado es un error. Habría que hablar de una “política del cuerpo” que explique cómo este puede ser tanto una fuente de identidad como una prisión. Por qué tiene tanta importancia para el feminismo y, a la vez, resulta tan problemática su valoración.