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Los cincuenta y cinco grabados recopilados en El rostro de la clase dominante fueron publicados en 1921 en Berlín, una ciudad que, tras la derrota de la insurrección espartaquista, estaba sometida a una presión infernal. En esta obra, Georg Grosz prescinde de cualquier atisbo de distanciamiento y no duda en señalar con nombres y apellidos a los responsables de la miseria social. La combinación de trazos simples y rudos con otros repletos de plasticidad le permite transformar la caricatura en puro retrato objetivo. Su mirada es ácida, sardónica, destructiva. Su objetivo declarado es «arrastrar por el fango todo aquello que los alemanes han amado» para preparar una segunda revolución, más definida que la de noviembre de 1918. La Nueva Objetividad, a la que se adscribe, se distancia del dadaísmo, pero también de la iconografía vagamente religiosa de lo que se denominó «arte proletario». Grosz no concede ni un milímetro a la monumentalización de la lucha de clases. Las heridas colectivas de la Primera Guerra Mundial están presentes en cada línea y, al igual que hizo Goya en sus grabados sobre la guerra, rehuye cualquier tipo de ensoñación. Sus imágenes no están hechas para espectadores coplacientes.