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En latitudes remotas o a la vuelta de la esquina, en plan visceral o filosófico, en forma de arte o de acción directa, la contracultura punk significó para muchxs la reinvención del mundo. Había que crear, interpelar, confrontar. Había que gritar con las voces de los márgenes, de los oprimidos, de los caídos del sistema. Pero, por sobre todo, había que honrar el deseo irrefrenable de ser libres. Esta es la historia de las mujeres, de las maricas, y de todas las identidades y disidencias sexuales que canalizaron en el punk su propia búsqueda, su propia lucha. Una historia que hizo ignición muy lejos del hemisferio sur, pero que propagó su calor y ardió también en Argentina. Es la historia de personas y sus producciones, que rescataron al sexo, al deseo sin normas como genuina expresión revolucionaria, como motor vital. Es la historia de espacios, de eventos, de agrupaciones, de fanzines, de discos, de bandas, de transversalidades impuras que se plantaron ante propios y ajenos, que cuestionaron lo incuestionable, que desafiaron directamente al establishment de la diversidad. Y es nuevamente la historia del punk en Argentina -una porción de ella, al menos-. Una historia expansiva de autogestión que sigue viva, que adopta nuevas formas y no puede esconder su esencia: aquel mismo deseo irrefrenable de ser libres, que pide a gritos ser honrado.