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En De criada a empleada se muestra la evolución que, desde el comienzo de la industrialización, ha experimentado la división del trabajo según los sexos. Hombres y mujeres trabajaron en fábricas y se adaptaron a las cambiantes condiciones y exigencias del trabajo. En la actualidad las mujeres trabajan por salarios menores que los hombres, y a lo largo de nuestra historia su mano de obra ha sido considerada menos calificada. Incluso la maquinaria que usaban hombres y mujeres fue asignada de acuerdo con el sexo: la máquina de coser, por ejemplo, fue femenina, y el trabajo de las costureras fue, en consecuencia, minusvalorado.
Las definiciones de las actividades masculinas y femeninas fueron siempre objeto de discusión y estuvieron sometidas a cambio. Las mujeres constituyeron una fuerza de trabajo que debía diferir de las de los trabajadores varones y ajustarse a reglamentos especiales. Simultáneamente, se les adjudicó a las mujeres la actividad de ama de casa y madre como su papel más auténtico e importante. Así surgió una imagen que ha obligado a las mujeres hasta el día de hoy a aceptar los oficios peor pagados, y contribuido a que, a menudo, no una vida laboral plena ni desarrollen una actividad a tiempo completo.