En los últimos meses, comenzamos a ser testigos de numerosas voces que se aventuran a pregonar el inicio de una nueva era. Impávidos, asistimos a un optimismo casi insultante, en el que las inestabilidades financieras parecen ser cosa del pasado. Resulta paradójico y desconcertante que, tanto desde el gobierno español, como desde determinados sectores de la economía o desde la propia Bruselas den por sentado de manera tímida pero rotunda que la crisis en España ha llegado a su fin.
Durante el segundo trimestre del año 2017, hemos visto cómo las seductoras sirenas odiseicas iniciaban un amnésico canto. Algunos destacados economistas, así como ciertos medios de comunicación, recogieron la buena nueva que nos lanzaba Europa. Tras el vendaval, la nueva consigna no deja de repetirse cual mantra mindfulnissta, intentando convencernos de que por fin podremos volver a dormir tranquilos.
Las halagüeñas previsiones nos hablan de una recuperación no esperada del PIB, situándolo incluso en cifras tan positivas como solo se habían visto en el periodo precrisis. El turismo y las exportaciones no han dejado de crecer, el consumo se ha disparado, y aquellas dolorosas pero necesarias medidas comienzan, poco a poco, a dar sus esperados frutos, convirtiéndose en un mal sueño que algunos ya están a punto de olvidar. España vuelve a vestirse de luces y panderetas a la espera del desembarco de los más ávidos inversores.
Incluso, uno de los sectores más sensibles a los efectos de la crisis, dado su papel protagonista en el desarrollo de la misma, ha iniciado de manera vertiginosa su clara recuperación. Nos referimos, evidentemente, al sector inmobiliario. ¿Qué hay, sin embargo, detrás de estos arrulladores cánticos? ¿Acaso es posible dejarnos seducir por ellos?
Si nos paramos a analizar las cifras reales de esta supuesta recuperación, aunque sea de manera somera, veremos que no es precisamente el optimismo ingenuo lo que se esconde tras las buenas nuevas anunciadas. La maquinaria ha vuelto, una vez más, a ponerse en marcha. Y cuando apenas comenzábamos a dimensionar las consecuencias de la catástrofe, algunos han iniciado ya los preparativos para la nueva orgía. Nada parece evidenciar que hayamos aprendido algo de los errores cometidos, dado que vemos reproducirse exactamente las mismas estrategias especuladoras y depredadoras que hace diez años nos llevaron al abismo.
Ante este inquietante panorama, en el que brotan nuevamente claros síntomas de una fiebre enladrilladora, Raquel Rodríguez y Mario Espinoza nos proponen un brillante análisis económico-político del modelo inmobiliario español, en su libro De la especulación al derecho a la vivienda (Traficantes de sueños, 2017).
Dada la magnitud del desastre que se produjo en 2008 y sus consecuencias específicas para el caso español, es más que necesario recurrir a un estudio en profundidad de lo sucedido. Para ello, Rodríguez y Espinoza realizan una suerte de genealogía crítica tanto del endeudamiento como del despojo, retrotrayéndose a las políticas inmobiliarias de herencia franquista que aún vertebran nuestro modelo habitacional.
Resulta extremadamente lúcido y esclarecedor, tanto en datos como en análisis, el primer capítulo del libro presentado “a modo de diagnóstico”. Allí, los autores nos muestran la “biopolítica del ladrillo” que el régimen franquista puso en marcha gracias al estructurado plan de José Luis Arrese, ministro de Vivienda durante los años 56 a 60. De esta disciplina urbanística, surgió cierta subjetividad del propietario, basada en el adoctrinamiento de la población en torno a la tríada conservadora “familia, hogar y patria”.
“Desde entonces —afirman los autores— los planes de vivienda fueron enfocados a fomentar la propiedad en detrimento del alquiler y otras formas posibles de tenencia” (Rodríguez y Espinoza, 2017, p. 21). Desde entonces, arrastramos males y errores endémicos. Como consecuencia de los mismos, la economía española, desde tiempos franquistas, hizo de los ejes turismo-vivienda los pilares exclusivos de su crecimiento. Un crecimiento económico basado fundamentalmente en un modelo tan especulativo y voraz, como inestable.
En sus análisis en torno a la acumulación originaria, David Harvey no ha dejado de preguntarse por el tipo de organización política que surge de un modelo empeñado en la acumulación sin límites. Dicho modelo, como ya lo había esbozado el propio Marx, se erige sobre una base no solo acumulativa, sino también expropiadora. Pues, en definitiva, la acumulación primitiva no es sino una acumulación basada en la desposesión, en prácticas depredadoras encaminadas a rentabilizar y sacar rédito de todo aquello que sea susceptible de devenir mercancía, incluso si esas mercancías suponen derechos fundamentales.
En este horizonte interpretativo se mueven Rodríguez y Espinoza, haciendo un uso exquisito de autores y fuentes, para abordar con esas herramientas el “tsumani” inmobiliario que tuvo lugar en el Estado español.
Tal y como hemos señalado, los autores localizan en el “monocultivo del cemento” el origen del proyecto de desposesión colectiva más terrible que hemos sufrido en los últimos años. Las siniestras cifras y las tablas de datos no hacen más que confirmar la catástrofe: el endeudamiento de miles de familias, la ola de desahucios, el crecimiento de la precarización y el empobrecimiento de la población parecen reiniciar un nuevo proceso de enclosure, de cercamiento de bienes y tierras comunales por parte de unos pocos especuladores.
Las prácticas capitalistas y financieras, apoyadas y fomentadas por políticas estatales, han sabido de este modo apropiarse del tejido urbano, convirtiendo artículos de primera necesidad, como es la vivienda, en mercancías altamente rentables. Miles de españoles se han visto despojados de sus hogares y, por ende de su mundo, gracias a un entramado complejo de acumulación basada en el robo y el saqueo más burdo. Por tanto, si esta organización política se ha basado en la acumulación infinita a base del expolio, necesitamos de manera urgente otras maneras de organizar, gestionar y administrar la polis, otros medios a través de los cuales recuperar nuestros espacios y formas de habitar en ella.
Tras la burbuja y la fiesta, el panorama no puede ser más desolador. No hay canto de sirena, por muy seductor que nos resulte, que pueda mitigar las consecuencias del cataclismo. En el horizonte, se erigen miles de viviendas vacías, esparcidas fantasmáticamente por todo el territorio español, mientras numerosas familias intentan sobrevivir en la precariedad de la deuda infinita y la pobreza extrema (como apuntan los propios autores, de 2008 a 2012, 244.278 familias han sido expulsadas de sus viviendas. Y solo en el año 2016, hubo 63.000 desahucios).
Sin embargo, la lectura de Rodríguez y Espinoza va más allá del análisis económico-político de la gran recesión y de la denuncia de sus prácticas depredadoras. Y es ahí donde reside su mayor valía. Los autores nos proponen un nuevo modelo para la política de la vivienda. Se trata, en definitiva, de retomar la idea tan básica como necesaria del derecho a la vivienda, frente a un modelo habitacional basado en la mera especulación.
En términos del marxismo más ortodoxo, consistiría en recuperar la fórmula más simple de ver en la vivienda su mero valor de uso y despojarla del valor de cambio a la que ha sido sometida.
Es de destacar el último capítulo del libro, titulado “Estrategias para un nuevo modelo”, en el que a modo de hoja de ruta se nos proponen una serie de medidas radicalmente necesarias para resignificar un modelo inmobiliario basado en los derechos fundamentales de la ciudadanía. A modo de ejemplo, señalamos alguna de estas medidas, como la total desvinculación de las políticas de vivienda con el desarrollo económico del país, evitando con ello la especulación financiera; el diseño de estrategias y herramientas para gestionar y dar solución a las necesidades reales del parque de viviendas; o el replanteamiento de las políticas de la vivienda a nivel de las administraciones públicas (revisión de políticas fiscales, impulsar los alquileres sociales, etc). Debemos, de manera urgente, buscar y proponer nuevas maneras de habitar, de vivir, de recuperar la ciudad.
Afirmaba Bachelard, que la casa inscribe en nosotros las diversas funciones del habitar en el mundo. A través de la casa, en el sentido de hogar y de pertenencia, experimentamos ese recogimiento necesario para abrirnos al mundo, sin que este termine por devorarnos. La casa nos atraviesa en tanto que individuos y subjetividades, nos proporciona cobijo y refugio, al mismo tiempo que inicia los procesos más básicos de socialización y encuentro con los otros, con los demás. Perder la casa es, en cierto modo, perdernos a nosotros mismos. De ahí que aquellas situaciones en las que tiene lugar un despojo del hogar, como sucede en los desplazamientos o exilios forzados, supongan una de las experiencias más desoladoras que puede vivir un ser humano.
“Al perder la vivienda, las personas también pierden un mundo: son arrojadas fuera de la sociedad, debilitándose de inmediato su estatus de ciudadanía” (Rodríguez y Espinoza, 2017, p. 108). En la estela de H. Lefebvre, Rodríguez y Espinoza denuncian la absoluta necesidad de recuperar el derecho a la casa, al hogar, apelando así al significado político-social de la vivienda. Proponen, para ello, un modelo democrático de “ciudades habitadas”, frente a esas ciudades fantasmales o invisibles, vaciadas por la especulación y los fondos buitre. Se trata, por ello, de una lectura fundamental y necesaria, en la que se nos abre la posibilidad de resignificar nuestro estatus de ciudadanía desde modelos más igualitarios y justos, actuando para ello de manera directa en ese espacio público vaciado, segmentado y mercantilizado, en el que la desigualdad y la precariedad se han normalizado a grados inconcebibles.