Make strong old dreams lest this our world lose heart.
Ezra Pound, A lume spento, Venecia, 1908.
El emperador –cuenta la leyenda– te ha enviado, individuo particular, súbdito miserable, sombra minúscula situada en la más remota lejanía al abrigo del abrasador sol imperial, precisamente a ti, desde su lecho de muerte, un mensaje. Ha hecho que el mensajero se arrodille junto a su lecho y se lo ha susurrado al oído; ese mensaje tenía para él tal importancia que ha hecho que este se lo repitiese de nuevo en su propio oído. Con un gesto de la cabeza ha confirmado la exactitud de cuanto se le ha repetido. Y frente a la inmensa muchedumbre que asiste a su muerte (todas las paredes que fungían de obstáculo han sido derribadas, mientras que sobre las amplias escalinatas exteriores, altas e interminables, se encuentran colocados en círculo los grandes del imperio), frente a todos ellos, ha hecho partir al mensajero. Y el mensajero se ha puesto de inmediato en camino: es un hombre vigoroso, infatigable; abriéndose camino con sus brazos avanza entre la muchedumbre; si se topa con alguna resistencia, muestra el sol inscrito sobre su pecho y procede con más velocidad que cualquier otro. Pero la muchedumbre es tan realmente inmensa; y de su confín no ve jamás el final. ¡Cómo volaría, si ante él se extendiese expedito el camino! Bien pronto escucharías en tu puerta los golpes majestuosos de sus nudillos. ¡Y, sin embargo, qué vanos son sus esfuerzos! Sigue intentando abrirse camino a través de las estancias del palacio central; nunca llegará a superarlas; y si lo lograse, no habría conseguido nada; debería recorrer los pasillos; y después de los pasillos la segunda serie de palacios, que se yerguen en torno al primero; y después todavía debería recorrer más pasillos y escalinatas; y todavía otro palacio; y así una y otra vez durante milenios; y si después, al fin, lograse a precipitarse fuera de la última puerta (cosa que, no obstante, no podrá suceder nunca jamás), el mensajero se encontraría frente a la ciudad imperial, el centro del mundo, rodeada y abarrotada de los infinitos montones de detritos producidos por ella. Tú, no obstante, estás sentado al lado de la ventana, al caer de la tarde, insuflando vida al mensaje al hilo de tus sueños (Franz Kafka, «Un mensaje del emperador», marzo-abril de 1917).
1883: muere Marx, nace Kafka. Una metáfora, que describe, que explica, que indica, que a su modo conoce, que transversalmente interpreta: solo con el arma de la ironía política se logra en estos momentos combatir la seriedad trágica de la historia. El mensajero, con su mensaje, no ha salido del palacio imperial, ha partido, pero ha permanecido atrapado en la interminable secuencia de las estancias, en la disposición de los sucesivos pasillos, en los infinitos edificios del exterior, en las escalinatas y después en los otros palacios repletos de cosas, de sucesos, de masas, de instituciones, de guardias, de insistentes demandas y de peleas tumultuosas. Una maraña inextricable. Un espacio/tiempo en continuo movimiento y mutación. Es lo que se llama, y es, el capitalismo moderno.
El mensajero no ha salido del palacio, pero al atravesarlo ha creado un considerable desorden y confusión en su interior. Partes del mensaje han sido entretanto recibidas, suscitando miedo entre los príncipes y esperanza entre los pueblos. Ello ya es algo y no de poca monta. Este hecho demuestra que el mensajero debía partir, que el mensaje era necesario. No ha llevado a término la misión. Y, sin embargo, el hecho de que lo haya intentado ha provocado una toma de conciencia y un salto de conocimiento de cómo están realmente las cosas: es cuánto permanecerá para quienes vendrán. El acontecimiento se ha producido: puede sostenerse que era equivocado, puede olvidarse que ha ocurrido, pero ninguna de estas dos actitudes podrá sostenerse durante mucho tiempo. El mensaje no ha sido entregado, pero el mensaje no se ha perdido. Estamos aquí para decirlo. Y quizá sea esta la única función que nos queda, basta para saber, y hacer saber, que hemos vivido dignamente.
Primera carta de Juan, el evangelista teólogo: aquellos que hemos sentido, aquellos que hemos visto, aquellos que hemos contemplado y cuyas manos han tocado, he aquí que os lo anunciamos. «Y nosotros escribimos estas cosas a fin de que nuestra alegría sea plena» (Juan, 1, 1, 4). Los inicios del siglo I y los inicios del siglo XX de algún modo se asemejan entre sí. El inicio fulgurante, el mensaje mesiánico, la prospectiva escatológica, «dado que la vida se ha manifestado», contra ella se ha desencadenado una dura, trágica reacción –guerra, crisis, exterminio– para volver a la paz de los cien años mediante una operación de innovación restauradora, nombre nuevo de la revolución conservadora. ¿Qué le ha faltado al movimiento obrero? Ha contado con los Padres del desierto. No han sido escuchados. Pero no es esta su tarea: la escucha por parte del propio tiempo. No, su tarea consiste en realidad en la semilla arrojada en el campo del futuro. Pero para que nazca la planta y crezca y de fruto y el fruto no se pierda, hace falta otra cosa. ¿Qué le ha faltado al mensaje? Se que provoca escándalo solo pensarlo: le ha faltado la forma Iglesia, que, es preciso decirlo, ha sido intentada, pero no ha logrado coronarse con éxito. La Revolución exige la Institución: para durar no decenios, sino siglos. Esto es Iglesia. El acontecimiento liberador, que es siempre el acto de un instante –la toma del Palacio de Invierno– para ser conservado en el tiempo, para quienes vendrán, tiene necesidad de que se le dote de Forma. La transmutación de la fuerza en forma es política que permanece y entonces, solo entonces, se hace historia, integral, esto es, completa y no a medias. Y es necesaria saber, y ay de no saberlo, que esta, la historia, antes de la institución que la mantiene, es permixta de bien y de mal.
El párrafo que ahora sigue no es harina de mi costal. Es harina del costal de Agamben, que ha tenido la idea de remitirse al joven Ratzinger (1956), lector del Liber regularum de Ticonio, hereje donatista del siglo IV (Il mistero del male. Benedetto XVI e la fine dei tempi, Roma-Bari, Laterza, 2013). Uso esta harina –como he hecho con otros granos a lo largo de este libro– para amasar mi pan. Ratzinger se detiene en la segunda regla «De Domini corpore bipartito»: encuentro extremadamente interesante, para el pensamiento de la política, esta doctrina del corpus bipartitum. El cuerpo de la Iglesia, en cuanto cuerpo del Señor (Domini), tiene dos lados, uno «izquierdo» y otro «derecho», uno culpable y otro bendito, que forman un único cuerpo. Los dos aspectos se reencuentran en las Escritura: «fusca sum et decora», dice la esposa del Cantar de los cantares, «soy negra y bella», la esposa de Cristo, la Iglesia, tiene en sí tanto el pecado como la gracia. Escribe Agamben:
Ratzinger subraya la diferencia de esta tesis respecto a la de Agustín, que ciertamente se ha inspirado en ella para su idea de una Iglesia, precisamente, permixta de bien y mal. «No hay (en Ticonio) –son palabras de Ratzinger– esa clara antítesis de Jerusalén y Babilonia tan característica de Agustín. Jerusalén está en el mismo tiempo que Babilonia, la incluye en sí. Ambas constituyen una única ciudad, que tiene un lado “izquierdo” y un lado “derecho”. Ticonio no ha desarrollado, como Agustín, una doctrina de las dos ciudades, sino la de una sola ciudad con dos lados».
Espero que a nadie le venga a la cabeza remitir estos dos lados a la izquierda y la derecha de las que se habla hoy en el bar o, peor, de las que se decide en las sedes de los partidos. El discurso es muy serio. Si hasta el momento presente, hasta el Juicio universal, existe una Iglesia de Cristo y una Iglesia del Anticristo, figurémonos si no se verifica en la historia un Estado de los justos y un Estado de los malvados, el bien y el mal en el mismo cuerpo político y en el cuerpo mismo de la política. Quien quiere die Welt ändern [transformar el mundo], como decía Hegel antes de Marx, transformar prácticamente la vida, debe antes de nada aprender a ajustar cuentas con ese ineliminable e irresoluble mysterium iniquitatis de la condición humana y, con la paz en el corazón, combatir sin esperanza de revelatio definitiva hasta el fin de los tiempos:
¡Tú que guías a las masas, gran y perspicaz capitán, guía a los desesperados por los pasos de montaña que bajo la nieve ningún otro sabría encontrar! ¿Y quién te da la fuerza? Aquel que te da la claridad de la mirada (Franz Kafka, Diarios, 10 de febrero de 1992).
Marzo-abril de 1917: mientras Kafka enviaba el mensaje Lenin escribía las Tesis de abril. Se había producido la revolución democrático-burguesa de febrero. Se verificaba el doble poder del gobierno provisional, que había derribado la dinastía de los Romanov, y del Soviet de los diputados obreros, que se remitía al Soviet de Petrogrado de la revolución de 1905. Lenin había apenas concluido y enviado desde el Zúrich de los dadaístas las Cartas desde lejos. Vía Estocolmo, atravesando Finlandia, había llegado a Rusia en un vagón ferroviario sellado de acuerdo con las autoridades alemanas, genial uso táctico del enemigo. En el Palacio de Tauride, sede de las sesiones del Soviet de Petrogrado, habla ante una reunión de socialdemócratas, bolcheviques, mencheviques e independientes. Lee, precisamente, las Tesis de abril:
La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera fase de la revolución, que a causa de la insuficiente conciencia y organización del proletariado ha dado el poder a la burguesía, a la segunda fase, que debe dar el poder a este y a los estratos campesinos pobres […].
Explicar a las masas que los Soviets de los diputados obreros son la única forma posible de gobierno revolucionario y que, por consiguiente, nuestra tarea, mientras este gobierno se deje influenciar por la burguesía, únicamente puede consistir en la dilucidación paciente, sistemática, reiterada, particularmente adecuada a las necesidades prácticas de las masas, de los errores de su táctica […].
Ninguna república parlamentaria (retornar a ella tras los Soviets supondría un paso atrás), sino república de los Soviets de diputados obreros, de los asalariados agrícolas y de los campesinos, en todo el país, de abajo arriba.
Supresión de la policía, del ejército, del cuerpo de funcionarios.
(Nota de Lenin para la publicación en Pravda: sustituir el ejército permanente por el armamento general del pueblo).
Salario de los funcionarios, todos ellos elegibles y revocables en todo momento, no superior al de un buen obrero medio […].
Confiscar todas las tierras de los propietarios terratenientes. Nacionalizar todas las tierras y el suelo del país y ponerlos a disposición de los Soviets locales, de los asalariados agrícolas y de los campesinos pobres. Crear en las grandes fincas (de 100 a 300 hectáreas aproximadamente) empresas colectivizadas modelo cultivadas por cuenta de las comunidades y sometidas al control de los Soviet de los diputados de los asalariados agrícolas.
Fusión inmediata de todos los bancos del país en un único banco nacional colocado bajo el control de los Soviets de los diputados obreros.
Como tarea inmediata, no la «instauración» del socialismo, sino, por ahora, tan solo el paso al control de la producción social y del reparto de los productos por parte de los Soviets de los diputados obreros […].
Nuestra reivindicación del Estado-comuna (nota de Lenin: es decir, de un Estado a la imagen y semejanza de la Comuna de París) […].
Cambiar el nombre del partido (nota de Lenin: sustituir el nombre de Partido Socialdemócrata por el de Partido Comunista (Lenin, Obras completas, Moscú, Editorial Progreso, 1985, vol. 31, pp. 11-64).
He aquí el mensaje: «Las tareas del proletariado en la revolución actual». Y he aquí el mensajero, que parte para la misión, llevando en su oído el susurro de Marx, repetido con exactitud. Carr narra la escena de esa reunión en la que Lenin lee por primera vez las Tesis de abril:
Bogdanov le interrumpió gritando: «Delirio, delirio de un loco», mientras Goldenberg, otro bolchevique, afirmó: «Lenin se ha autopropuesto para ocupar un trono europeo vacío desde hace treinta años, el trono de Bakunin»; Stekolv, director en ese momento de Izvestija y poco tiempo después incorporado a los bolcheviques, indicaba que el discurso se halla lleno de «construcciones abstractas» […].
El discurso de Lenin fue atacado desde todos los flancos; únicamente la Kollontai se pronunció en su defensa, mientras Lenin abandonaba la sala sin hacer uso de su derecho de réplica. Esa misma tarde releyó las tesis en una reunión de los jefes bolcheviques y de nuevo se encontró absolutamente aislado (E. H. Carr, La Revolución Bolchevique (1917-1923), Madrid, 1985).
Pradva publicó las Tesis de abril en el número 7 de abril de 1917, pero al día siguiente una nota de la dirección, firmada por Kamenev, ponía de relieve que las tesis constituían únicamente «la opinión personal de Lenin». Y ese mismo día el comité del partido de Petrogrado discutió las tesis y las rechazó en una votación, que registró trece votos en contra, dos a favor y una abstención.
Se trata de los primeros vislumbres de las dificultades que encontrará el mensaje político en su travesía por los palacios de la historia. Pero esa vez –«el 6 de noviembre es pronto, el 8 de noviembre es tarde»– el mensaje llegó a su destino. También en política existe el milagro. Y el mito por fortuna lo transmite. Desde entonces, la futura humanidad lo conservará en la propia memoria. Así pues, ¡sí se puede! Se puede transformar radicalmente el poder, hacerlo pasar de arriba abajo: los que están arriba, abajo; los que están abajo, arriba. Ciertamente el mensajero es un hombre vigoroso, infatigable, traduce Giulio Schaivoni, en I racconti (Milán, Rizzoli, 1985), «es un hombre robusto, incansable», traduce Rodolfo Paoli, en la edición de los mismos para los Meridiani Mondadori, edición de 1970 a cargo de Ervino Pocar. «Si encuentra resistencia indica el símbolo del sol sobre su pecho; y prosigue más veloz que cualquier otro», leemos en la primera versión de Schiavoni. Y si se le interpone un obstáculo, muestra su pecho sobre el que se halla dibujado el sol y procede más fácilmente que cualquier otro», leemos en la versión de Pocar.
¿Únicamente esto? No, no solamente por esto se produjo la victoria. Para la burguesía, la revolución trajo aparejada las guerras, las de Napoleón. Para el proletariado, la guerra trajo aparejada la revolución, la de Lenin. La dialéctica revolución/restauración ha funcionado de modo diverso en la historia de los burgueses y de los proletarios. En la primera historia, la restauración llegó pronto, pero la revolución venció en el largo plazo. Ha sucedido lo contrario en la historia de los segundos: la revolución duró, si bien no lo suficiente para sus necesidades, pero la restauración ha resultado definitiva. Si una es la historia de los primeros y la otra la historia de los últimos, tal vez no podía suceder de otro modo. Así estaba escrito.
«Las tareas del proletariado en la revolución actual» era un mensaje escatológico. Se coloca en la historia eterna, sagrada, en absoluto secular, de la salvación. Es el pueblo oprimido que se levanta. No es el homme, es la humanité en revuelta. Con ese mensaje, y con ese mensajero, se hizo acción política. Por primera vez. Por esto irresistiblemente venció.
Si el mensaje susurrado en el oído no encuentra el mensajero que lo lleva con potencia, abriéndose paso entre la muchedumbre, no llega, no sale de la maraña de los palacios. La gran y por ello trágica epopeya del siglo XX nos ha enseñado esto. Llega, por el contrario, se muestra sin esfuerzo, porque se deja pasar únicamente al mensajero que, no trae ningún mensaje. Esto nos está enseñando la pequeña epopeya, a modo de comedia, denominada siglo XXI. He aquí cómo la profecía se ha manifestado: el medio es el mensaje. El mensajero es el anuncio. Pasa y llega, democráticamente, tan solo la nada, nunca algo. La catástrofe es que todo permanezca como es. El nihilismo es que todo sea aprobado tal y como es. Quizá Rusia era el único terreno en grado de acoger esa simiente, el único espacio/tiempo donde la idea podía convertirse en historia. Es la espiritualidad rusa la que explica, en su fondo, esa locura de Dios que ha sido el Octubre proletario.
Tocqueville había vislumbrado un centelleo de futuro. El comunismo en Rusia y la democracia en América son las dos enormes islas en las cuales el largo viaje de la modernidad ha encontrado un punto de llegada. Provisoriamente, porque otros puntos de llegada, en otros continentes, están emergiendo. Y de todos modos, ahora, y para nosotros, una de esas grandes naves ha llegado a puerto, la otra ha naufragado. La democracia se ha realizado y se ha hecho mundo. El comunismo se ha disuelto y se ha convertido en sueño. Pero el impulso revolucionario ruso y el espíritu práctico americano siguen siendo dos elecciones opuestas de vida, dos formas alternativas de existencia. Y yo me atrevo a decir una cosa escandalosa: que la libertad está en el primero, no en el segundo. Añado, repitiéndola, una afirmación agravante: ciertamente se puede devenir un espíritu libre a través de innumerables vías, pero haber sido comunista en el siglo XX la considero una vía maestra. Hablo de mí. Se que no tendría la libertad que siento tener, en mi interior, sin haber atravesado en el pensamiento y en la vida la experiencia histórica del comunismo.