[Proceso constituyente] implica no reconocer ningún vínculo jurídico con el pasado, negar toda validez a las anteriores leyes constituciones. Se trata, por tanto, de la más radical expresión de ruptura de la continuidad. *
De forma tan tajante se expresaba el joven constitucionalista Ignacio de Otto. La cita se extrae de un pequeño librito publicado a principios de 1977, cuyo título solo quería ser descriptivo de su contenido: Qué son la constitución y el proceso constituyente. En aquel entonces la ruptura jurídica era todavía sinónimo de ruptura democrática. Cualquier continuidad de las instituciones de la dictadura, empujada por el reformismo franquista, era considerada una trampa, una traición a la democracia.
En ese mismo texto se ofrecía un interesante apunte acerca de lo que debía considerarse como el principal elemento democrático de una constitución. Una constitución es democrática en la medida en que «no establece un orden político concreto, como el marco jurídico en el que son posibles diversos órdenes políticos»**. La diferencia, sutil pero de importantes consecuencias prácticas, reside en que el texto constitucional, si se quiere democrático, no debe consagrar las realidades de poder preexistentes, sino «juridificar» el juego en el que se habrían de moverse dichas fuerzas, lo que supone la posibilidad de una inversión de su relación de poder sobre el trasfondo neutro de la democracia. En cierto modo, «democrática» era para Otto aquella constitución cuyos elementos formales permitieran evoluciones no previstas en las relaciones materiales que habían dirigido al proceso constituyente.
Igualmente, si la garantía democrática de la constitución reside en que esta no sancione un determinado régimen político y se limite a ser el simple marco donde puedan jugar distintas fuerzas sociales, un terreno neutro y abierto a la libre voluntad del juego soberano de los ciudadanos, la constitución deberá ser «abierta», esto es, susceptible de modificación y enmienda.
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El proceso constituyente que se inició en España unos meses después de la publicación del libro de Otto fue casi la inversión simétrica de las recomendaciones del constitucionalista.
A finales de 1976, el reformismo franquista –la fuerzas de continuidad de la dictadura– lograron imponer su programa a los partidos de la izquierda. La Ley de Reforma Política, de acuerdo con su consigna de «ley a la ley», estableció la hoja de ruta para el desmantelamiento ordenado del Régimen, con el objetivo de fundar, también ordenadamente, una democracia liberal. Para las cabezas del reformismo –Fraga, Fernández Miranda, Areilza, Cabanillas– este programa debía acabar en algo parecido a lo que hiciera Cánovas con la Primera Restauración: bipartidismo, elitismo, gobierno fuerte, al lado de exclusión popular, caciquismo y partidocracia.
Las elecciones de junio 1977 fueron la culminación de este proceso. En estos comicios el triunfo lo arrancó, no obstante, la izquierda. A pesar de contar con toda la iniciativa y el aparato del Estado, la UCD no obtuvo los resultados arrolladores que, sin duda, Suárez y su equipo esperaban. La magia de la Ley d' Hondt y de las circunscripciones provinciales constituyeron, sin embargo, la entonces conocida como mayoría mecánica de la UCD con la AP de Fraga. La izquierda estaba fragmentada en una multitud de fuerzas: PSOE y PCE, pero también los socialistas catalanes, aragoneses y del PSP de Tierno Galván, además de una extrema izquierda extraparlamentaria e intencionadamente marginada.
A partir de estos acontecimientos, la Transición se desarrolló como el resultado de las tablas entre las élites del reformismo franquista y las élites de la izquierda política. Las elecciones de 1977 sencillamente confirmaron el empate en el terreno parlamentario. Y ambas partes estuvieron de acuerdo en detener o en, al menos, controlar cuanto antes el proceso de movilización social que amenazaba con desbordarse. Conviene recordar una obviedad: en 1977 nadie votó a una asamblea constituyente. Nadie pensaba que se estaba votando uno u otro proyecto constitucional. Se votaba a la izquierda o a la derecha, a la continuidad o no del franquismo. La operación de convertir la «necesidad» en virtud fue el llamado «consenso» que acabó en los Pactos de la Moncloa y, de una forma todavía más acabada, en la Constitución de 1978.
Por empezar con el primero de estos grandes acuerdos, los Pactos de la Moncloa ocuparon un lugar central en el proceso constituyente español. Fueron la primera escenificación de que todas las fuerzas políticas estaban comprometidas en un gran acuerdo de Estado. Todas, incluidas la minoría catalana y el PNV, firmaron sus actas. Solo Fraga decidió ausentarse. En su parte política constituyeron un importante avance constitucional. El objetivo de su parte económica era regular el principal capítulo del conflicto social: el movimiento obrero y su extensión a los barrios. Se trataba de restaurar lo antes posible la paz en las fábricas, de controlar los salarios y de ofrecer un marco de recuperación a los deprimentes beneficios industriales. De ahí su urgencia.
De acuerdo con estos fines, su éxito fue poco menos que rotundo. El PCE los confirmó tan ávidamente que convirtió CCOO en el principal instrumento de su cumplimiento. La UGT solo se mostró reactiva de cara a la galería, para pasar luego por el aro. En términos concretos, aunque los acuerdos no llegaron a rebajar la conflictividad obrera, sí contuvieron de forma eficaz los aumentos reales de la masa salarial: casi 16 puntos menos fueron las rebajas salariales pactadas por convenio entre el IV trimestre de 1977 y el IV trimestre del año siguiente. Tan es así que desde 1979 la remuneración de los asalariados comenzó a retroceder rápidamente.
Los trabajos constitucionales, por su parte, llevaron desde el verano de 1977 hasta el otoño de 1978. Lo más que se puede decir es que fueron realizados en secreto hasta prácticamente la primavera de 1978 y que cuando algún borrador se coló a la prensa, todo lo que de «debate popular» generó, se limitó a las campañas de la patronal y la Iglesia por preservar sus intereses corporativos. Poco sorprende así que tras los trabajos de distintas comisiones y debates en el Congreso, la Constitución fuera aprobada por unanimidad por esta cámara el 31 de octubre. Votaron 325 diputados a favor, 6 en contra y 14 abstenciones.
No es ahora el momento de señalar sus vicios. Estos han sido ya de sobra analizados en un buen número de estudios. En cambio sí resulta interesante resaltar los resultados del referéndum de 1978. A la pregunta parca, lacónica, al borde de la ironía: «¿Aprueba el proyecto de Constitución?», conviene recordar que solo votaron «sí» poco menos del 60 % del censo. La abstención sumó un terció de los censados y los votos en blanco un 3,5 %. En una encuesta de 1979, ya aprobada la Constitución, todavía un 40 % de lo población no pensaba que hubiera democracia en el país. El trabajo de los medios, los intelectuales y los nuevos partidos habría de golpear repetidamente en los cerebros de la población antes de conformar definitivamente eso que se ha llamado Cultura de la Transición.
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Un último apunte. En el mismo librito con el que se abre este artículo, Ignacio de Otto hacía una reflexión pertinente en relación al referéndum constitucional. Escribía: «La intervención popular mediante el referéndum solo tiene pleno sentido democrático, además de la función legitimadora que cumple, si es el colofón de un proceso de intervención popular, directa e indirecta, en todas las fases del proceso y, muy especialmente, en la propia actividad y composición de la Asamblea Constituyente».
Puede que casi improvisadamente por unas elecciones que solo de forma azarosa acabaran por ser «constituyentes», la «intervención popular» fuera decisiva en la «composición» de la asamblea que redactó el texto constitucional. En lo que seguro no fue tan decisiva es en la «actividad». La Constitución de 1978 fue realizada por la nueva clase política que salía de los restos renovados del franquismo político y de una oposición democrática, cuya relación con el espacio social de movilización ya empezaba a cuartearse. Por mucho que se celebrase posteriormente y por mucho que el propio Otto dijera que la Constitución del '78 había conseguido separar claramente constitutio y régimen, lo cierto es que aquella acabó por determinar la forma de un nuevo régimen político que ya existía in nuce en aquellos años. La Constitución selló la partidocracia que dominaría las próximas tres décadas, sin ninguna integración sustantiva de nuevas formaciones partidarias. En la misma línea, fijó unos débiles instrumentos de participación directa y de reforma interna, y además dejó los derechos sociales como un asunto meramente «informativo».
La caducidad de esa Constitución estaba destinada a ser la del propio régimen que finalmente sancionó. La cita de Otto se vuelve de nuevo pertinente: el proceso constituyente consiste en «no reconocer ningún vínculo jurídico con el pasado, negar toda validez a las anteriores leyes constituciones. Se trata, por tanto, de la más radical expresión de ruptura de la continuidad».
* Ignacio de Otto Pardo, Qué son la constitución y el proceso constituyente, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977.
** Ibídem, p. 20.
Emmanuel Rodríguez López @emmanuelrog
Publicado originalmente en el blog Asaltar los Cielos de la Fundación de los Comunes
Foto tomada de http://www.acordem.org/2011/05/28/lo-llaman-democracia-y-no-lo-es/