Dice el filósofo Michel Feher (Bruselas, 1956) que somos una sociedad de “gestores de carteras”. Que si hemos diluido las fronteras entre trabajo y vida privada, si confundimos la explotación laboral con la autorrealización personal y optimizamos nuestra rutina es porque el crédito es el valor esencial de la civilización contemporánea. Todos (Estados, empresas e individuos) vendemos 24/7 nuestra reputación y servicios. Y la izquierda todavía no parece enterarse y vive anclada en arquetipos obsoletos, confundida frente a la ultraderecha. Cofundador junto a Wendy Brown de la editorial Zone Books (Nueva York) y autor de Le temps des investis. Essai sur la nouvelle question sociale [El tiempo de los investidos. Ensayo sobre la nueva cuestión social] (2017), ofreció el lunes una charla sobre todo esto en el Palau Macaya de La Caixa, en Barcelona.
PREGUNTA. Sostiene usted que el auge de la extrema derecha es consecuencia del neoliberalismo y no, como se ha defendido, una reacción contra las élites económicas.
RESPUESTA. Hay que poner contexto para entenderlo. En los años noventa, los Gobiernos desarrollaron las políticas del crédito: los países más desarrollados desmantelaron el Estado del bienestar y quitaron poder a los sindicatos porque querían atraer a inversores ofreciéndoles las condiciones más favorables. Como aquellos Gobiernos tenían que ser reelegidos, optaron por promesas tipo: “No os podemos ofrecer más beneficios que la seguridad social, pero os mejoraremos y convertiremos en empleables. No prometemos más ayudas públicas, pero presionaremos para que los mercados os den dinero, os hipotequéis con casas y estudios y así seréis solventes”. Se convirtió a los ciudadanos en activos. Aquello generó más precariedad. Después, con la crisis financiera de 2008, los Gobiernos salvaron a los bancos y no a la gente.
P. Y aumentaron las políticas de austeridad.
R. Sí, fue brutal. Las promesas gubernamentales reforzaron la narrativa de los “activos valiosos”: unos valen y otros no. Hay que deshacerse de los que no. Se desacredita a los inmigrantes que se ahogan en el Mediterráneo y se complica todavía más el acceso a las ayudas públicas. Las diferencias entre izquierda y derecha se diluyen mientras aumenta la brecha entre ricos y pobres. Pero hay una gran parte de la población que ni puede beneficiarse de las ayudas fiscales para los de arriba ni son lo suficientemente pobres para acogerse a las ayudas públicas. ¿Qué puedes ofrecer a esa gente? Ahí es cuando la extrema derecha entra en escena, de la mano de la esencia del neoliberalismo, no contra él. La extrema derecha ofrece el crédito de la solvencia a quienes se adhieren a sus valores.
P. Cree que estamos en una nueva meritocracia.
R. Lo digo de forma irónica. Obviamente, no se trata de un escenario en el que la gente esté siendo pagada y reciba cosas en función a sus méritos. Esta meritocracia responde a esta era de la financiación. Ya no se trata de la distribución y del valor del producto en sí, sino de la asignación del crédito y la confianza que éste recibe. Y por crédito me refiero al financiero, pero también al moral. Qué y a quién se considera solvente. La principal competición hoy en día consiste en decidir quién merece ese crédito y por qué.
P. La forma en que el presidente de EE UU considera un activo el ser blanco y patriótico sería un ejemplo de esa nueva meritocracia.
R. Trump les dice a esos votantes que puede que no tengan un nivel educativo o un salario elevado, pero tienen el valor del patriotismo y de estar anclados al viejo patriarcado. Se presenta como más valioso, e incluso solvente financieramente de cara al futuro, el hecho de ondear una bandera, llevar una pistola y ser un hombre heterosexual de raza blanca.
P. En esa asignación del crédito también se dan resignificaciones. En España, Vox utiliza la palabra “progre” como insulto y caricatura de la izquierda.
R. Es una trampa. Ciertos sectores de la izquierda se han visto intimidados frente a este discurso. Creen que aquellas personas a las que representan son precisamente como la extrema derecha las retrata. Se equivocan. Si reducen a sus votantes a hombres blancos enfadados preocupados por las fronteras y el género, entonces tiene sentido que su mayor miedo sea convertirse ellos mismos en esa caricatura de “burgueses urbanitas”.
P. Entonces, ¿se equivocó Podemos cuando quiso reformular la idea de patria o cuando Errejón centró parte de su discurso en la bandera española?
R. Aquello fue un error terrible. Garrafal. No funciona ni a nivel táctico ni a nivel moral. Básicamente, los afectos y emociones de la derecha no son los mismos que los de la izquierda y, por tanto, no se deben trasladar. La indignación no es lo mismo que el resentimiento o ressentiment [lo enfatiza en el francés original]. No es lo mismo indignarse frente a las injusticias que pensar que hay gente ahí fuera que está disfrutando de cosas que deberían ser mías. Pensar que puedes trasladar ese ressentiment de la derecha a la izquierda es, en primera instancia, una fantasía y, en segunda, está mal y es terrible. Por suerte, en España solo coquetearon con esa idea poco tiempo. En Francia y Alemania no ha sido así y ahí están los pésimos resultados.
P. Algunos nostálgicos de la vieja izquierda española culparon al feminismo identitario y a la lucha contra la emergencia climática del auge de Vox por haber fallado a la lucha obrera como tal.
R. Obviamente hay una vieja derecha y una vieja izquierda. Son predecibles. Pero nadie puede decir hoy en día: “Oh, olvidemos que la ecología es importante, centrémonos en la lucha de clases”. Tampoco se puede aplicar al feminismo, la raza o las minorías. Es una cuestión de interseccionalidad y de cómo confluyen las injusticias. No hay salvación para la izquierda si no entiende cómo se conectan esas identidades en la sociedad del crédito.