Entrevista a Jaron Rowan: ¿Hay que demoler el Liceo?

La cultura española está en una encrucijada: “Las políticas culturales viven un momento de 'impasse'; deben mostrarse capaces de entender el afán de cambio que recorre la sociedad para dar cabida a nuevas formas de practicar y vivir lo cultural”. Jaron Rowan es autor de ‘Emprendizajes en la cultura’ (2010), coordina del área de arte en BAU, Centro Universitario de Diseño de Barcelona y fue tutor del máster de Industrias Culturales en la universidad de Goldsmiths de Londres. Acaba de publicar el libro ‘Cultura libre de Estado’ (Traficantes de Sueños, 2016), donde ofrece un diagnóstico de los problemas de nuestra infraestructura cultural. “De forma creciente, la cultura tiende a ser percibida como un ámbito dividido entre lo meramente comercial y toda una suerte de prácticas elitistas que se financian con dinero público y que poco tienen que ver con las necesidades sociales”, denuncia.

 

PREGUNTA: En el libro argumenta que espacios como el Liceo de Barcelona producen un acceso desigual a la cultura por su diseño, sus precios y sus rituales. Llega a decir que “seguramente sería más rápido demolerlo que seguir financiándolo”. ¿Hasta que punto es una broma?

RESPUESTA: La destrucción creativa nunca es una mala opción. Por ello propongo demolerlo, de una forma más o menos simbólica, buscando desarmar todo lo que ha sido el Liceo hasta ahora para volver a levantarlo sobre otros cimientos. Es importante que las políticas culturales que se piensan “del cambio” no se queden en cambiar la capa simbólica de las cosas. La política no es sólo discurso, la política está presente en las infraestructuras, las herramientas que se usan, el diseño de espacios, los modelos de contratación, en los mecanismos de gestión… Hacer política cultural implica repensar los símbolos pero también la capa material de la cultura. El Liceo es un buen ejemplo de institución que discrimina por diseño, cambiar su programación puede ser más o menos interesante, pero no terminará con el clasismo y elitismo que rezuma el propio edificio.

 

P: Acusa a la cultura institucional de clasismo, basándose en informes demoledores, como el de la Warwick Commission que dice que el 87% de los asistentes a museos británicos es de clase alta. ¿La situación es similar en España? ¿Cómo podría solucionarse?

R: En el Estado español es difícil encontrar informes que aborden de forma clara el origen social de las personas que hacen uso de equipamientos culturales públicos. Aun así, existen trabajos parciales que nos ayudan a entender la composición de los asistentes, cuyo perfil, por lo general proviene de clases medias o altas, personas que han pasado por la universidad y gozan de cierta estabilidad económica. Hasta que este problema no se visibilice y se introduzca en la agenda pública es difícil que las instituciones se lo tomen en serio e introduzcan cambios en su programación, diseñen proyectos de mediación con nuevos usuarios o consideren que tienen la obligación de ser más democráticas. Pero sí, la cultura española tiene un problema de clase.

 

P: Su libro aborda el asunto de las guerras culturales, que se han dado con especial virulencia en Madrid, con el caso de Guillermo Zapata y el de la cabalgata de los Reyes Magos. ¿Cree que enzarzarse en estos asuntos es un pérdida de energía o que son batallas que merecen la pena librar?

R: Las guerras culturales son un fenómeno que empezó en los años noventa en Estados Unidos. La derecha se dispuso a controlar las instituciones culturales pese a no estar en el Gobierno. Se utiliza cualquier excusa o pretexto para cuestionar la integridad moral de un político, artista o gestor cultural. La caverna mediática, ávida de escándalos, hace el resto del trabajo. Es una pelea que nos muestra quién se cree con derecho a establecer y controlar los símbolos culturales que definen al Estado. Bajo un pretexto moral se emprende una batalla política. Nuestro entorno está plagado de tradiciones discriminatorias, imaginarios machistas o iconografías racistas, tanto de derechas como de izquierdas. Un proceso de regeneración democrática debería ser capaz de establecer símbolos con los que toda la ciudadanía se sienta cómoda e identificada, por eso es importante que las políticas culturales trabajen en esta dirección.

 

P: La propuesta central del libro consiste en democratizar los grandes aeropuertos de la cultura (museos, auditorios, etcétera) y transformarlos en “espacios vivos, democráticos y útiles”. ¿Cómo sería este proceso de abrirlos a los intereses de la comunidad?

R: El modelo desarrollista basado en la especulación y el ladrillo que marcó el pasado reciente de España ha dejado muchas ruinas en el mundo de la cultura. Entre ellas, grandes museos, auditorios, ciudades de las artes y la cultura, que son los aeropuertos sin aviones de la cultura. Estas infraestructuras resultan problemáticas, puesto que su mantenimiento es costoso, su diseño no está pensado para facilitar su uso, se han creado de espaldas a las comunidades locales y en muchos casos han tenido una gestión ruinosa que las ha dejado muy tocadas. Ejemplos de aeropuertos de la cultura hay muchos, proyectos faraónicos firmados por Calatrava, edificios imaginados por Fraga o por algún cacique local con ínfulas de grandeza. Casi cada capital de provincia tiene el suyo, con sus peculiaridades, diferencias y problemáticas. La financiación de estos megaequipamientos va en detrimento de la inversión en tejidos culturales de base, en proyectos críticos o experimentales o que nacen de los ecosistemas culturales locales. Lo primero que habría que hacer es evaluar el grado de apropiabilidad de una institución dada, ver qué recursos se pueden poner a producir, cómo puede participar de la vida cultural del entorno en el que está ubicada.

 

P: En sus textos, incluido este, se muestra muy crítico con la figura del emprendedor, fundamental en la narrativa política y empresarial contemporánea. ¿Por qué deberíamos desconfiar de ella?

R: El modelo económico para la cultura que ha prevalecido durante las dos últimas décadas, las denominadas industrias creativas, se basa en potenciar la creatividad individual y en la obtención de rentas procedentes de los derechos de propiedad intelectual. Su figura central, el emprendedor cultural, es un agente cuya actividad se concreta en poner a producir su talento, acumular capital simbólico y competir con otros agentes culturales por capitalizar las ideas o imaginarios que se producen en colectivo. Evaluando este modelo vemos que ha producido grandes niveles de precariedad para trabajadores culturales que normalmente alternan altas y bajas como autónomos, tienen trabajos discontinuos y se ven abocados a combinar su trabajo creativo con trabajos alimenticios. No considero que esto sea un modelo sostenible ni deseable. Cuestionar la figura del emprendedor es una forma de poner de manifiesto una problemática más amplia, la economía de la cultura tal y como la conocemos es una máquina de producir precariedad.