Los callejones sin salida del pensamiento crítico occidental

En estos momentos se discute en todo el mundo la posibilidad de una tercera guerra mundial. Debemos estar psicológicamente preparados para esta eventualidad y considerarla analíticamente. Estamos decididamente a favor de la paz y en contra de la guerra. Pero si los imperialistas insisten en iniciar otra guerra, no debemos tener miedo. Nuestra actitud ante este problema es la misma que ante todos los desordenes: en primer lugar, estamos en contra y, en segundo lugar, no les tenemos miedo. A la Primera Guerra Mundial siguió el nacimiento de la Unión Soviética, que suponía una población de 200 millones de habitantes. A la Segunda Guerra Mundial le siguió la formación del campo socialista, con una población de 900 millones de personas. Con toda seguridad, si los imperialistas persisten en desencadenar una tercera guerra mundial, cientos de millones de personas se pasarán al bando del socialismo y no quedará mucho espacio en la tierra para ellos; incluso es posible que el sistema imperialista se derrumbe por completo. Mao Tse-tung

Todo el mundo puede ver la falta de tacto de Raboceie Dielo, cuando agita triunfalmente la frase de Marx: «Cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas». Repetir estas palabras en un momento de desbandada teórica es como bromear en un funeral. Vladimir I. Lenin

Esta afirmación de Mao parece escrita para nuestros días. Pero estamos psicológicamente absolutamente desprovistos de preparación para la realidad de la guerra y menos aún para considerar analíticamente sus causas, sus razones y las posibilidades que abre. Nos faltan los afectos y los conceptos para hacerlo. El pensamiento crítico occidental (Foucault, Negri-Hardt, Agamben, Esposito, Ranciere, Deleuze y Guattari, Badiou, por citar sólo los pensadores más significativos) nos ha desarmado, dejándonos indefensos ante el choque de clases y la guerra entre Estados, que no ha sido capaz de anticipar, porque no ha construido ni los conceptos ni los afectos para analizarlos y para intervenir en ellos. La «desorientación teórica» producida durante los últimos cincuenta años es grande. No se trata de sobrevalorar la teoría, pero sin teoría «no puede haber movimiento revolucionario».

Es muy difícil en un artículo desarrollar una crítica exhaustiva del fracaso de un proyecto, que pretendía superar los límites del marxismo. Nos limitaremos a analizar los profundos daños producidos por la ausencia de tres palabras clave, imperialismo, monopolio y guerra, cuya supresión nos impide comprender en qué se han convertido en el momento presente el capital, el Estado, la relación entre ambos, y la acción política[1].
Imperialismo

El concepto de imperialismo ha sido prácticamente eliminado de la totalidad de estas teorías de forma más o menos explícita. Negri y Hardt, en el cambio de milenio, consideraron oportuno dotar de  consistencia teórica a esta eliminación, decretando: «El imperialismo ha terminado. Ninguna nación será líder mundial como lo fueron las naciones europeas modernas. Ni Estados Unidos ni ningún Estado-nación constituyen actualmente el centro de un proyecto imperialista». El imperio se impone como alternativa a la soberanía moderna, diseñando un nuevo orden mundial que hace saltar por los aires la relación centro-periferia de la que nació y a través de la cual se desarrolló el capitalismo. Si ya no hay centro, tampoco hay periferia, «las divisiones entre Primer, Segundo y Tercer Mundo se difuminan». En la nueva soberanía supranacional, «los conflictos y las rivalidades entre las distintas potencias imperialistas han sido sustituidos en muchos aspectos por la idea de un poder único, que se eleva sobre todas ellas y las organiza en una estructura unitaria» y en un derecho común «posimperialista y poscolonial». El «declive definitivo del Estado-nación» pondría fin a «la era de los grandes conflictos [...]. La historia de las guerras imperialistas, interimperialistas y antiimperialistas ha terminado». La gobernanza mundial y supraestatal trae consigo la «paz», de modo que las guerras quedan reducidas a meras operaciones de policía.

Encontramos una idea similar en Deleuze y Guattari, para quienes la guerra mundial entre Estados habría producido una máquina global de la que estos son ahora una parte subordinada. También en este caso, el resultado es la «paz absoluta de la supervivencia». Ni para Negri y Hardt ni para Deleuze y Guattari la paz es lo contrario de la guerra, sino por el contrario una paz terrible, una paz «securitaria» impuesta por la machina global, pero la «guerra civil mundial» de Schmitt y Arendt ya no tiene actualidad. «La expansión imperial no tiene nada que ver con el imperialismo, ni con la iniciativa de formas Estado dedicadas a la conquista, el saqueo, el genocidio, la colonización y la esclavitud. Frente a este imperialismo, el imperio extiende y consolida el modelo de la red de poderes», que será descrito, en su multiplicidad horizontal (ontología plana, por utilizar un término de moda hace unos años), por la teoría del «biopoder» y la «sociedad de control». Estados Unidos no es ni la potencia hegemónica global en el mercado mundial, ni una antigua fuerza imperialista. Por el contrario, tendrá la tarea de conducir al mundo hacia este nuevo sistema de Estados, que integra las diferencias en lugar de excluirlas, porque la Constitución estadounidense ya es imperial, «fundada sobre el éxodo, sobre valores afirmativos y no dialécticos, sobre el pluralismo y la libertad».

El mercado mundial se construye sobre «un régimen monetario universal» en el que todas las monedas nacionales «tienden a perder cualquier pretensión de soberanía». El dinero «es el árbitro imperial, pero no posee ninguna ubicación precisa, ningún estatus trascendente», lo que significa que el imperio anula el poder del dólar como moneda internacional. La multitud, la composición del proletariado contemporáneo, que se ha vuelto «autónomo e independiente», es la otra cara del imperio. «La cooperación social ya no es el resultado de la inversión capitalista, sino la herencia del poder autónomo» de la multitud. «Somos los amos del mundo [porque la multitud] mediante su propio trabajo produce y reproduce autónomamente la totalidad del mundo de la vida». Para Maquiavelo, el proyecto de construir una nueva sociedad desde abajo requiere «armas» y «dinero». «Spinoza replica: ¿pero no los poseemos ya? ¿Acaso las armas que necesitamos no las posee ya el poder creador y profético de la multitud y de su productividad?».

La crítica a estos conceptos ya ha sido hecha por la realidad del imperialismo, del genocidio, de los monopolios financiarizados, de la guerra y de las guerras civiles, así como por la impotencia de los nuevos movimientos, que sin «armas» ni «dinero» ni «autonomía» están perdiendo uno por uno, todos, realmente todos, los derechos sociales y políticos conquistados durante dos siglos de luchas y revoluciones. La multiplicidad de los movimientos resulta afásica e incoherente y se muestra desorientada ante el estallido de la guerra, posibilidad no contemplada ni en sus teorías y ni en sus programas.

Quizá más interesante que la crítica sea traer a colación el punto de vista de un marxista del Sur global para quien «el imperialismo es un estadio permanente del capitalismo». Samir Amin, en una fecha tan temprana como 1978, partiendo de la continuidad secular de la «desposesión» de las periferias por el centro, anticipa de manera sorprendente el desarrollo de la situación política actual. Después de 1945 la configuración del imperialismo cambia profundamente. Se construye un «imperialismo colectivo» compuesto por Estados Unidos, Europa y Japón, animado por una cooperación/competencia jerárquica en cuyo centro se encuentra Estados Unidos y de acuerdo con cuya lógica los «aliados» también son objeto de dominación. El imperialismo colectivo ya no desarrolla conflictos interimperialistas entre los Estados del Norte global, sino que está en guerra permanente con el Sur global, porque el «desarrollo del subdesarrollo», el «lumpendesarrollo» impuesto a los países del Sur, es ahora y siempre una de las condiciones de la acumulación del Norte global. En el capitalismo global, el espacio nunca puede ser «liso», sino que siempre está necesariamente polarizado. La teoría del imperialismo colectivo se perfecciona siguiendo el hilo de los acontecimientos y, tras la caída del Muro de Berlín, anuncia, predicción también confirmada, que el imperialismo estadounidense ha definido a los principales enemigos de su feroz deseo de hegemonía unilateral: primero Rusia, luego China y después Europa[2]. Mientras que esta última no persigue ninguna estrategia autónoma, el Sur global se ha fortalecido gracias a la globalización lanzada por Estados Unidos y, a su vez, amplía su poder económico (China) y político/territorial (Turquía, Rusia), compitiendo con el imperialismo colectivo.

Previsión de un marxismo no occidental: no sólo se ha hecho realidad la guerra en el Sur global, sino que Europa y Japón se han convertido mansamente en colonias de pleno derecho y sus economías han sido puestas de rodillas por el aliado estadounidense. La bancarrota de Estados Unidos se ha evitado mediante el expolio garantizado por el monopolio público de la moneda, el dólar, y los monopolios privados de los fondos de inversión, que les despojan de sus riquezas y de su ahorro para financiar el enorme déficit del «american way of life». La teoría del imperialismo colectivo se basa en otra hipótesis estratégica problemática, pero que merece ser discutida: la contradicción principal se verifica entre un centro y una periferia cada vez menos periférica. La jerarquía imperialista, en lugar de desaparecer en la confusión entre el Primer, el Segundo y el Tercer Mundo, se polariza radicalmente por iniciativa del centro. Esta hipótesis también parece confirmarse: enfrentamiento económico-político entre el G7 y los BRICS y enfrentamiento militar contra el proletariado del Sur global, ejemplificado por el genocidio palestino. Los puntos de confrontación son todos entre la OTAN, Estados Unidos e Israel y lo que el centro fantasmáticamente construye como su enemigo (Rusia, el proletariado musulmán, China), al menos hasta el actual cambio verificado en la presidencia estadounidense. Samir Amin cree que el concepto de «imperio» produce una deplorable identificación entre imperialismo y colonialismo, que induce a error a Negri y Hardt, para quienes el fin del segundo determinaría el fin del primero. El economista franco-egipcio afirma provocativamente que Suiza es un país imperialista, porque participa en el «desarrollo del subdesarrollo», verdadera definición de imperialismo, incluso sin tener una sola colonia[3].


Monopolio

Deleuze y Guattari no solo rechazan el concepto de imperialismo, también eliminan otra categoría fundamental de la obra de Samir Amin, por ello muy utilizada por este teórico, el monopolio. Parecen ignorar la enseñanza de Fernand Braudel, para quien el capitalismo siempre ha estado dominado por monopolios desde que era un monopolio mercantil. Desde entonces, el proceso de centralización no ha hecho más que intensificarse, acelerándose de nuevo desde la década de 1970 y alcanzando un clímax inesperado en cuanto a sus dimensiones (financieras y ya no industriales) en el momento presente. Leyendo a Foucault, Deleuze y Guattari, Negri, etcétera, parece que después de 1968 el proceso de centralización se hubiera detenido e incluso revertido. Se pone el acento en la horizontalidad del poder, en su dispersión y difusión local, micropolítica: para Deleuze, «el capitalismo del siglo XIX aboga por la concentración», mientras que hoy es «esencialmente dispersivo». Los dispositivos de la escuela, del hospital y de la fábrica han dejado de ser cerrados y se han abierto, trazando un «espacio liso», que es el correlato nacional del espacio liso del mercado mundial. Estos dispositivos ya no convergen hacia un «propietario, Estado o poder privado». El «poder tiene por característica la inmanencia de su campo, sin unificación trascendente, sin centralización global».

Pero es seguramente Foucault quien ha cancelado radicalmente, en su curso del Collége de France publicado bajo el título de Naissance de la biopolitique (1978-1979), los procesos de centralización capitalista, de unificación trascendente y de centralización global, «cortando la cabeza al rey» y produciendo así un contrasentido político radical y nefasto. Las categorías de biopoder y de sociedad de control quieren introducir una nueva concepción del poder capaz de criticar la totalidad de las formas de soberanía y de «exceso de poder» sobre la subjetividad. La gubernamentalidad biopolítica tiene como ciencia de su ejercicio la economía política, que Foucault define de «disciplina atea, sin Dios, sin totalidad, sin soberano», la cual pone de relieve «no solo la futilidad, sino la imposibilidad de un punto de vista soberano», al tiempo que postula la existencia de una «multiplicidad no totalizable». El soberano es eliminado por la organización del mercado, que forma los precios sin la intervención de ninguna autoridad, sino únicamente a través de la impersonalidad de la competencia.

No resulta relevante saber si Foucault sentía simpatías por el liberalismo o no, pero sí ser conscientes de que la concepción del funcionamiento de la economía basada en el mercado y la competencia como dispositivo impersonal capaz de determinar los precios, cortocircuitando cualquier concentración monopolística de poder, es coherente con su visión del poder. La teoría de la biopolítica y la sociedad de control (categorías completamente asumidas por Negri y Hardt) únicamente ve el movimiento de la difusión horizontal, micropolítica, de la acumulación de beneficios y poder, pero no capta la otra dinámica, la centralizadora que ordena, decide y organiza la dispersión horizontal de las relaciones de dominación y explotación. La difusión es una función del monopolio. Los dos movimientos han existido siempre juntos y Marx los describe ya en El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), pero es la centralización la que ejerce el poder y el mando sobre la descentralización. La guerra es un poderoso instrumento de veracidad, porque saca a la luz la dinámica de los monopolios que el pensamiento crítico ha eliminado.

Samir Amin insiste sobre el cambio en la continuidad. Del mismo modo que el imperialismo presenta una nueva configuración a partir de 1973-1975 también la tiene el monopolio descrito por Baran y Sweezy. En este sentido, Amin habla de «monopolio generalizado», porque todos los elementos productivos repartidos por el territorio y el planeta están dominados y capturados por monopolios. Ya no hay lugar para entidad alguna autónoma e independiente. Abordemos el caso de la agricultura: los agricultores «independientes» dependen de hecho de los monopolios que preceden y siguen a su estricto proceso de producción. Precedentemente dependen de los monopolios de las semillas, del crédito, de los tipos de producción, etcétera. Subsiguientemente, la venta del producto está en manos de los monopolios de la gran distribución, que deciden los precios. Contrariamente a lo que cree la biopolítica, el mercado no produce precios de forma inmanente. Para cada sector –energía, alimentos, activos financieros, etcétera– estos son fijados por un pequeño número de corporaciones, que desatan inmediatamente la inflación de los beneficios a escala global. Los precios no se fijan en función de la «oferta y la demanda», sino de la especulación para obtener renta (véase el «mercado» del gas de Ámsterdam, donde opera la especulación mediante el uso de productos derivados, que decide los precios, llegando a multiplicar por diez su valor, como sucedió el 26 de agosto de 2022 ante cambios mínimos en la demanda real).

Samir Amin reconstruye así una nueva etapa en el desarrollo de la centralización de la producción. Sin embargo, desde la crisis de 2008 se ha verificado una nueva centralización monopolística inimaginable para el monopolio industrial. Un número muy reducido de fondos de pensiones y de fondos de inversión, que recogen el ahorro estadounidense, europeo y mundial y lo invierten en deuda estadounidense o en activos financieros (también estadounidenses), poseen la astronómica cifra de 55 billones de dólares en concepto de activos en cartera, cuyo significado y funcionamiento veremos dentro de un momento. Mientras que el poder soberano ejerce el derecho de «hacer morir y dejar vivir», el desalojo del soberano hace posible, en opinión de Foucault, una gestión positiva del poder, que ejerce un nuevo derecho, el de «hacer vivir y dejar morir», una técnica de «gestión de la vida» capaz de hacerla «proliferar». Esta nueva dimensión del poder nos hace, en cierto sentido, salir del capitalismo, al menos de los efectos que produjo en el siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX. Nuestro problema ya no sería la producción de beneficios, que crea simultáneamente la riqueza de unos pocos y la miseria de muchos. Hoy, más que el beneficio, el problema es el «demasiado poder» ejercido sobre el cuerpo, el exceso de dominio individualizante sobre la subjetividad. De lo que hay que defenderse «es de los efectos del poder como tal. Por ejemplo, la crítica que se hace a la profesión médica no es en primer lugar que sea una empresa lucrativa, sino que «ejerce un poder incontrolado sobre el cuerpo de las personas, su salud, su vida y su muerte».

Es precisamente analizando la medicina, acción biopolítica por excelencia, desde donde podemos ver la inadecuación de las nuevas categorías del filósofo francés. Recientemente, Luigi Mangione ha disparado y asesinado a Brian Thompson, director general de UnitedHealthcare (UHC), poniendo de nuevo en el centro del debate los seguros privados, caballo de batalla contra el Estado del bienestar (en Francia promovidos por un estrecho colaborador de Foucault, François Ewald). El biopoder, al cuidar de las fuerzas de la vida, tendría como objetivo «hacerlas crecer y ordenarlas en lugar de dedicarse a bloquear su desarrollo, doblegarlas o destruirlas». Por el contrario, en Estados Unidos las aseguradoras sanitarias tienen como único y exclusivo objetivo la obtención de beneficios (y el poder para garantizarlo) que extraen literalmente de la piel (la «vida») de los asegurados a los que niegan la atención necesaria. En 2023 UnitedHealthcare obtuvo 22 millardos de dólares de beneficios extorsionados a pacientes, médicos y enfermeras, que transfirió a los bolsillos de los accionistas. Mangione se ha convertido en un héroe nacional (la gente recauda dinero para su defensa, se moviliza ante los tribunales, lo defiende en las redes sociales), porque el ciudadano estadounidense, si tiene dinero, paga mucho por un servicio pésimo; si no lo tiene, simplemente no se cura. Estados Unidos ocupa el puesto cuadragésimo sexto en esperanza de vida con un gasto sanitario que duplica el de Europa, todo lo cual se convierte en renta/beneficios. Pero lo decisivo es el papel que desempeña el monopolio financiero de los fondos de inversión, que poseen entre el 20 y el 25 por 100 de las diez primeras compañías aseguradoras. El mayor accionista de UnitedHealth es el gigante de la gestión de activos Vanguard, que tiene una participación del 9 por 100, seguido por BlackRock (8 por 100) y por Fidelity (5,2 por 100).

Son los monopolios los que fijan los precios y no el mercado, ya que son ellos quienes deciden las pólizas de los «asegurados». La descripción que hace Deleuze del hospital, que de ser una estructura cerrada se abre y modifica en consecuencia su modo de atención («sectorialización, hospital de día, atención domiciliaria»), no capta el aspecto financiero del problema, que es el verdadero y único problema que interesa a la codicia de los capitalistas, que también someten el nuevo modelo de atención sanitaria al consabido proceso de reducción de costes para maximizar la obtención de renta/beneficios. Mientras Foucault describía su biopolítica (1978-1979) y las nuevas formas de ejercer el poder sobre la subjetividad, el capitalismo y el Estado (angloestadounidense) llevaban más de una década reorganizándose para poner en el centro de su política, ahora y siempre, los viejos beneficios, asegurados, antes y ahora, ciertamente no por el mercado de los ordoliberales o de los neoliberales, sino por el monopolio económico, por el monopolio del poder ejecutivo y por el monopolio del uso de la fuerza militar.

La cancelación de la acción «soberana» del monopolio, la negación de la centralización y de la verticalidad del poder, tienen consecuencias perniciosas incluso sobre el concepto de poder, porque este resulta radicalmente pacificado. Dice Foucault: «Una relación de poder es un modo de acción que no actúa directa e inmediatamente sobre los demás, sino que actúa sobre su propia acción. Una acción sobre la acción, sobre las acciones posibles, presentes, futuras o actuales, [mientras que] una relación de violencia actúa sobre un cuerpo, sobre las cosas: constriñe, doblega, rompe, destruye». Es muy peligroso reducir el poder al afecto, «poder de producir afecto» y «ser afectado» (Deleuze). Así se elimina la violencia física, la destrucción de cosas y personas, que es en cambio lo que prolifera como una metástasis por todo el planeta. El monopolio de la violencia física encuentra en el genocidio actual la máxima expresión del «derecho a hacer morir», que nunca ha sido mermado por el biopoder de «hacer vivir». Foucault admite no obstante su posibilidad, pero no por las razones correctas: «Si el genocidio es el sueño de los poderes modernos, no lo es hoy por un retorno del antiguo poder de matar; es porque el poder se sitúa y se ejerce en el nivel de la vida, de la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de la población». El fundamento de la guerra, de la guerra civil, de la depredación, de la dominación y del genocidio, de las guerras raciales contemporáneas, se basa, hoy como ayer, en la sed de beneficios y en la voluntad de potencia del imperialismo colectivo. El régimen de guerra destruye el Estado del bienestar y su atención a la población, privatizándolo y canalizando sus recursos a la adquisición de armamento para el bienestar de los accionistas del «dejar morir», que es hoy un verdadero sector industrial.


¿Quién es soberano? Beneficio y estrategia

El concepto de «imperialismo colectivo» nos permite analizar la naturaleza del Estado contemporáneo y su relación con el capitalismo (monopolio financiarizado). El nuevo imperialismo produce una diferenciación entre los Estados. Mientras unos fortalecen su soberanía, su poder económico y su poder militar, dominando «grandes espacios» (Estados Unidos, Rusia, China), otros, como los Estados europeos, tienen una soberanía más que limitada, subordinada en todos los aspectos a la nunca elegida Comisión Europea, que a su vez está a las órdenes directas del centro, la potencia estadounidense. Deleuze y Guattari, aunque utilizan abundantemente la teoría del intercambio desigual y la dependencia, sobre todo en la versión de Samir Amin, pero sin recurrir nunca al concepto de imperialismo colectivo, siempre efectúan la diferenciación entre los Estados en virtud del concepto de Estado-nación, de ahí la debilidad de todo su marco teórico. Negri y Hardt, en cambio, declaran el fin de este último, pero proclaman otra gran debilidad teórica, la existencia de una soberanía imperial que nunca ha existido. Lo que se ha impuesto desde la caída del Muro de Berlín es la soberanía unilateral de Estados Unidos sobre Estados con soberanía limitada.

La limitación de la concepción del Estado que encontramos en Deleuze y Guattari, en Negri y Hardt (y en Foucault, que «cortó la cabeza al rey») reside en su concepción del capital como una fuerza cosmopolita, que tiende constantemente a superar sus propios límites y escapa constantemente a los confines del Estado-nación. El capital es «una fuerza que sólo conoce límites inmanentes», pero basta que una guerra (una decisión política) sabotee un gasoducto como el Nord Stream 2 para que toda una economía (europea) empiece a tambalearse. Basta que el imperialismo colectivo imponga sanciones o aranceles (otra decisión política) para que toda una población pase hambre o muera (Iraq, Cuba, Siria, etcétera, la lista es interminable). Basta que el gobierno estadounidense decida que cierta tecnología no debe pasar a China para que la lógica inmanente del capital quede silenciada. El mercado mundial demuestra que los límites del capital no son inmanentes a su «modo de producción», sino que son todos ellos políticos. El Estado chino parece capaz de controlar políticamente la forma más desterritorializada y abstracta del capital, el capital financiero organizado por el sector financiero actual, impidiendo que el capital extranjero entre en el país y lo expolie. Pero ya durante los trentes glorieuses (1945-1975) de crecimiento económico constante registrado en el periodo de posguerra, el poder «cosmopolita» de las finanzas y sus supuestos automatismos estaban sujetos al poder político de los Estados nacionales. Si el capital financiero se ha liberado de estas ataduras ha sido por una voluntad enteramente política, que lo ha vuelto a situar en el centro de la economía y no por su propia esencia, no por su vocación intrínseca de superar todos los límites.

La separación «ontológica» entre Estado y capital es exasperada por Negri y Hardt para quienes el imperialismo y el Estado obstaculizan el desarrollo del capital, de ahí la necesidad del imperio: la «trascendencia de la soberanía moderna está en conflicto con la inmanencia del capital». Ambos, aunque de forma diferente, parecen oponer el espacio liso de la producción y el comercio al espacio estriado de la soberanía estatal. En realidad, la dinámica del capital no es concebible sin el Estado, ambos no se oponen como trascendencia e inmanencia, el comercio fluido no elimina la guerra, el intercambio y el mercado no pueden funcionar sin el derecho. No existe un «modo de producción» con sus leyes económicas y luego una soberanía que interviene instrumentalmente para favorecer o bloquear una acumulación autónoma. Estado y capital siempre han constituido una máquina común, cuya coordinación/competencia se ha intensificado desde la Primera Guerra Mundial.

Si la economía no ha «cortado la cabeza al rey», como cree Foucault, debemos preguntarnos entonces, ¿quién es hoy el soberano? Intentemos profundizar en la relación que se establece entre Estado y capital cuestionando la teoría del homo sacer postulada por Giorgio Agamben, que querría combinar la biopolítica de Foucault con la teoría del Estado de excepción de Schmitt (inmanencia con trascendencia). Si es cierto que el soberano es quien decide sobre el estado de excepción, debemos problematizar la definición de soberano y de estado de excepción, que desde la Primera Guerra Mundial ya no parecen corresponder a las realidades conceptualizadas por Schmitt y Agamben. El estado de excepción ya no puede limitarse a la definición dada por este: una situación en la que el soberano suspende la norma jurídica para que el sistema del derecho pueda reconfigurarse. Ya en la República de Weimar, el estado de excepción no podía sino incluir y tener como causa el desarrollo capitalista, la irrupción de las masas en la política y la posibilidad de revolución que introducían en ella, la lucha de clases y cómo ésta reconfiguraba el Estado, las fuerzas imperialistas del saqueo colonial y el consiguiente choque entre imperialismos, etcétera: el estado de excepción se refiere a la suspensión de todas las normas (productivas, jurídicas, políticas) como condición necesaria para la definición de un Nuevo Orden Mundial y no a casos de «emergencia» como la pandemia. La decisión debe traer consigo una realidad a la vez política, estatal, económica y militar, que va mucho más allá de las competencias y funciones del Estado, cuya muerte lamenta Schmitt, del Estado por encima de los partidos, del Estado separado de la «sociedad», del Estado autónomo de la economía y del Estado como árbitro de las luchas de clases. El Estado es únicamente uno de los actores de esta nueva dimensión de la soberanía. Esto ha quedado cada vez más claro a medida que avanzaba el siglo.

El nomos de la tierra está más cerca de captar la realidad contemporánea del estado de excepción, porque contempla la dimensión mundial y la división centro/periferia, que es la base de la dominación capitalista, una situación muy diferente del estado de excepción en el seno de los Estados-nación. Quizá sea aún más preciso el tríptico que Schmitt sitúa en el origen de todo orden: tomar, dividir, producir. El «tomar» (la guerra, la guerra de conquista, la guerra de subyugación y el sistema estatal militar que las hace posibles), el «dividir» (el derecho, la propiedad privada) y el «producir» (la fuerza económica) están estrechamente entrelazados y no jerárquicamente ordenados. Marxianamente, podemos llamar al estado de excepción «acumulación originaria» permanente. El soberano de Schmitt, del que se hace eco Agamben, «prepara [a través del estado de excepción] la situación que el derecho precisa para desplegar su propia vigencia». La situación del estado de excepción en la que nos encontramos también ha sido preparada durante mucho tiempo por el imperialismo estadounidense para fundar un nuevo orden en el que su hegemonía pueda reproducirse, pero el soberano no se parece ni remotamente al cuerpo biopolítico de la teoría de Agamben y el objetivo no es salvar/reconfigurar el derecho, sino la creación de un nuevo orden mundial.

Para ser aún más claros, ¿quién es el soberano que decide la situación de guerra en la que estamos inmersos, indispensable para la reconfiguración de un nuevo y quimérico siglo americano? El Estado schimttiano o agambiano, ¡desde luego que no! El «soberano» está constituido por una serie de centros de poder que se coordinan, chocan e incluso se oponen entre sí y que toman decisiones «existenciales» (asuntos de vida o muerte) para Estados Unidos: el Estado federal donde los representantes electos cuentan tanto como los funcionarios del deep state; la Reserva Federal que controla el dólar, la forma de «producción» más importante del imperialismo yanqui; los monopolios industriales, tecnológicos y financieros estadounidenses, que gestionan un volumen de liquidez impresionante (¡con la guerra descubrimos que las finanzas, como la moneda, tienen nacionalidad!); el Pentágono, sin cuya fuerza no hay orden político ni monetario; Wall Street, que maneja los hilos de los mercados bursátiles, es decir, de la depredación global; las diferentes fundaciones, unas más reaccionarias que otras; los lobbies de las armas, inmobiliarios, financieros, etcétera, entre los cuales el lobby judío resulta indispensable para la continua desestabilización de Oriente Próximo. Únicamente en el marco de este choque/coordinación puede surgir «la decisión», que ya no es monopolio exclusivo del Estado. El Estado del que se lamentaba Schmitt y del que se hace eco Agamben, no ha existido al menos desde la Primera Guerra Mundial.

El soberano, siempre según Schmitt, del que se hace eco Agamben, no sólo crea y garantiza el estado de excepción, sino que «decide de modo definitivo sobre la normalidad», es decir, sobre cuándo la situación puede considerarse suficientemente normalizada, condición para el establecimiento de nuevas normas, de nuevas relaciones de poder, de un nuevo orden mundial. Para enunciarlo más claramente: ¿quién decide sobre el final de la guerra con Rusia, estableciendo que la situación está suficientemente estabilizada? Es precisamente en esta ocasión, cuando podemos captar la multiplicidad que constituye el «soberano». Arrecia una feroz batalla política entre los diferentes centros de poder para elegir la mejor solución capaz de complacer las diferentes estrategias perseguidas por los diferentes bloques de intereses, que chocan en el seno del Estado, de las finanzas, del Pentágono, de la Reserva Federal, de los monopolios.

El soberano estadounidense, en cambio, no tiene que decidirse por ninguna «normalidad», porque su estrategia es la desestabilización continua, el «caos» que siembra la división. La situación normal se ha convertido en la alimentación continua de la guerra civil mundial. Oriente Próximo es el campo de pruebas de la normalidad desestabilizadora yanqui (Iraq, Libia, Afganistán, Siria), que la guerra contra Rusia ha implantado también en Europa. En términos más generales, se puede afirmar que no puede concebirse un «modo de producción» separado del Estado. El capital no existe sin el Estado, su dimensión soberana y militar es constitutiva de la producción. Por otra parte, la nueva soberanía postschmittiana no existe sin el capital: ¿cómo puede reproducirse la acumulación capitalista estadounidense con sus abismales déficits sin el poder del Estado sobre el dólar y sin el ejercicio del monopolio de la violencia que lo garantiza? A su vez, ¿puede sobrevivir el Estado sin la capacidad de las finanzas para capturar valor del mundo? ¿De qué otro modo puede garantizar la financiación del ejército y de las ochocientas bases militares dispersas por todo el mundo, de los yihadistas, de los golpes de Estado (Ucrania) y de las élites «compradoras» corruptas?

Deleuze y Guattari definen la dinámica inmanente del capital como una axiomática. Creo que sería justo pensar el beneficio y la renta como el resultado de una estrategia en la que intervienen fuerzas subjetivas (políticas, económicas, militares estatales, sociales, religiosas, etcétera). La guerra actual y su relación con la economía nos muestra, para quien quiera verlo, la realidad de esta estrategia. Soberano, para jugar con Schmitt, es aquel que decide la estrategia, de la cual la guerra y el estado de excepción son momentos.


Guerra y guerra civil

El nacimiento y el desarrollo del capitalismo son inseparables de la guerra, de la guerra civil, del uso de la fuerza y de la violencia física sobre las cosas y las personas. El pensamiento crítico ha caído en la mala costumbre de separar lo político de lo militar, la economía de la guerra. La filosofía y la política de Ranciere son ejemplares en este sentido, porque no hay rastro del uso de la fuerza, de la guerra civil, en ninguno de los dos lados de la barricada. También en Ranciere encontramos únicamente la «policía», pero nunca la guerra ni la guerra civil. Para el pensamiento crítico, la democracia de los antiguos se funda en la «división de lo sensible» (Ranciere) o en el «agonismo entre hombres libres» (Foucault, Deleuze), lo cual constituye una domesticación ejemplar de la guerra civil (Nicole Loraux), que las instituciones democráticas deben evitar continuamente, porque están continuamente amenazadas por su estallido.  

La guerra, y no el mercado (Foucault), constituye la verdad de nuestra actualidad o, dicho de otro modo, la verdad del capitalismo es el mercado mundial donde el capital, el Estado y la guerra actúan concertadamente. ¿Es posible concebir el poder de Estados Unidos comandando y desordenando las relaciones mundiales sin el Pentágono, sin el ejército más poderoso de la historia de la humanidad? Su fuerza económica y política implica inmediatamente la guerra, que Estados Unidos lleva librando ininterrumpidamente desde 1945 (con especial ferocidad durante la Guerra Fría en Indonesia, Vietnam, Chile y Argentina, sobre todo). El presidente Mao sostenía que no existe una muralla infranqueable entre lo civil y lo militar, el paso de un ámbito al otro es siempre posible y puede producirse muy bruscamente: la rapidez con la que las clases dirigentes, los medios de comunicación y los políticos de una Europa fundada sobre la paz han pasado a la guerra únicamente nos indica que la guerra es contemporánea de la política, aunque de manera diferente en el centro del imperialismo colectivo y en el espacio periférico de sus vasallos.

Desde el siglo XX la guerra no es únicamente la forma de resolver los conflictos entre Estados y clases. También tiene una función directamente económica, porque desempeña el mismo papel que los grandes inventos (máquina de vapor, ferrocarril, automóvil). El gasto en armamento se ha convertido en una parte permanente del estímulo y control del ciclo económico (Kalecki). Estados Unidos tan solo salió de la crisis de 1929 gracias a la Segunda Guerra Mundial. Y las irreproducibles tasas de crecimiento y beneficios registradas durante el periodo de posguerra fueron el resultado de la reconstrucción de Europa tras la enorme destrucción provocada por las dos guerras mundiales. La demanda efectiva no se reduce únicamente al gasto social. El componente políticamente importante es el gasto militar, razón por la cual James O'Connor, en la década de 1970 no hablaba de Estado del bienestar (welfare state), sino de Estado de guerra y bienestar (warfare and welfare state).

«Tanto el gasto social como el gasto militar tienen un carácter dual: las políticas de bienestar no sirven tan solo para controlar políticamente a la población excedente, sino también para ampliar la demanda y los mercados internos. El aparato militar no solo mantiene a raya a los rivales extranjeros y obstaculiza la revolución mundial (manteniendo las materias primas y los mercados en la óptica capitalista), sino que también ayuda a evitar el estancamiento económico interno. Así pues, podemos afirmar que el gobierno nacional es un Estado de guerra y bienestar. El concepto sobre el que construir los demás conceptos para dar cuenta de los acontecimientos actuales parece ser el de «guerra-bienestar» a cuyo tenor puede comprenderse la simultaneidad y la reversibilidad de lo civil y lo militar. El ejército no desempeña únicamente funciones militares, sino también «civiles», no presentando ningún problema la transición de una dimensión a la otra. Desde la Segunda Guerra Mundial, el ejército ha organizado la big science y se ha situado en el centro de la investigación y la invención tecnológica y científica de un modo mucho más contundente del protagonizado por las Big Tech (Google, Amazon Facebook/Meta, Apple, Microsoft). Todas nuestras tecnologías tienen un origen militar, especialmente las redes digitales.

Se trataría entonces de cuestionar la famosa frase de Clausewitz («La guerra es la continuación de la política por otros medios»), pero también la inversión de la misma efectuada por Foucault, Deleuze y Guattari («La política es la continuación de la guerra por otros medios») a tenor de la cual guerra y política, guerra y economía se suceden temporalmente. Política y guerra son inseparables, la separación de ambos conceptos, al igual que la separación de la paz, era cierta en la época en que escribió el general prusiano, la primera parte del siglo XIX, pero ya no lo es hoy. El pensamiento crítico trata la guerra de manera coyuntural sin considerarla nunca una condición estructural del capitalismo, pero ignora por completo la guerra civil. La excepción es Foucault que, durante algunos años, entre 1971 y 1975, intentó convertirla en el modelo de las relaciones de poder. No solo abandonó rápidamente el proyecto por la gubernamentalidad del biopoder y más tarde por los procesos de subjetivación, sino que nunca quedó claro de qué guerra civil hablaba.

En el libro La société punitive, producto del curso impartido en el Collège de France en 1972-1973 en el que introduce el concepto de guerra civil, Foucault afirma que las lecciones que lo constituyen se centran en la sociedad francesa entre 1823 y 1848. Extrañamente (o coherentemente) no dedica ni una palabra a la verdadera guerra civil europea que estalló en 1848. Parece ignorar que, precisamente en ese periodo, entre 1830 y 1848, se desencadena realmente todo en Europa, como señalará en cambio Schmitt, tanto en el plano político (las masas –el «león proletario», como dirá Tronti– irrumpen en la lucha mundial y ya no volverán a abandonarla) como en el plano teórico. En Alemania, tras la muerte de Hegel en 1831, estalla la crítica (Feuerbach, la izquierda hegeliana, Stirner, etcétera) de los fundamentos de Occidente (cristianismo, filosofía, capitalismo, Estado) de la que nacerá el marxismo, que guiará las revoluciones victoriosas del siglo XX. Foucault evita tomar en consideración no solo la guerra civil europea más importante del siglo XIX, la Comuna de París, sino también las guerras civiles europeas que caracterizaron las dos guerras mundiales, del mismo modo que parece desembarazarse de las guerras civiles mundiales lanzadas por la revolución soviética, que reconfiguraron completamente el globo política, económica y militarmente. Entonces, ¿de qué guerra civil habla Foucault entre 1971 y 1975 y quiénes son sus contendientes? No los sabemos. De hecho, abandona el concepto.

La relación de inclusión excluyente ejercida por el poder soberano de Agamben, al igual que la «división de lo sensible» (Ranciere), funciona en virtud del mismo principio que Foucault utiliza para pensar la división razón/locura, normal/anormal, macrofísica/microfísica, etcétera. Relaciones de poder sobre las que es imposible fundamentar ruptura radical alguna con el presente, a diferencia de la lucha de clases que determina un corte del que surgen dos bandos, cada uno de los cuales señala al otro como enemigo. La afirmación de Deleuze y Guattari de que, si la dimensión micropolítica no pasa a la macropolítica, no «existe» en el sentido de que no tiene eficacia, se realiza plenamente con la guerra y concierne a su propia teoría, porque ni la macropolítica ni el paso de la micropolítica a la macropolítica han sido nunca definidos por estos autores. La enseñanza suicida que Foucault dispensa a los nuevos movimientos, dispuestos a aceptarla con irresponsable despreocupación, promueve ya en 1978 el desastre político actual, que separa las dos dimensiones mencionadas, la micropolítica y la macropolítica: «Distanciarse de todos aquellos proyectos que se pretenden globales y radicales [y preferir, por el contrario,] las transformaciones, incluso parciales, que conciernen a nuestras maneras de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, a las relaciones entre los sexos, a la manera de percibir la locura o la enfermedad».

Si se elimina esta dimensión global y radical (el mercado mundial y la revolución), donde la política, la economía y la guerra constituyen la verdad de las relaciones de poder, se tiene la impotencia política contemporánea a tenor de la cual se pierde incluso la posibilidad de la micropolítica, de la microfísica del poder. Marx, escapando a la ceguera teórica actual, considera que el actuar (transformar la subjetividad, la relación consigo mismo) y el hacer (transformar las relaciones de poder del mundo) son momentos de una misma praxis revolucionaria: «La coincidencia entre el cambio de las circunstancias y de la actividad humana o el cambio de sí mismo tan solo puede ser captada y comprendida racionalmente como práctica revolucionaria».

Alain Badiou, por su parte, piensa que los límites de las revoluciones del siglo XX hay que buscarlos en las condiciones que las produjeron, estos es, las guerras. Es la guerra la que impone la forma de organización. Así pues, son la guerra y la guerra civil las que también obligan a la acción militar. Sin embargo, Badiou nunca ha explicado mediante qué estrategias podrían perseguirse los mismos objetivos de las revoluciones del siglo XX. En su concepción de la política, «lo que cuenta no son las relaciones de fuerza». Badiou rechaza todos los conceptos que han hecho la fortuna de las revoluciones (estrategia, táctica, ofensiva defensiva, movilización, etcétera), porque militarizarían el pensamiento. Hay que dudar incluso de la pertinencia del concepto de «antagonismo». ¿«Qué es una política radical [...] que mantiene y practica la justicia y la igualdad y que, sin embargo, presupone tiempos de paz y no está instalada en la vana expectativa del cataclismo?». Nunca lo sabremos.

El conjunto del pensamiento crítico occidental no ha comprendido la estrategia del capital y del Estado (angloestadounidense) de la década de 1970 y se ha metido así en algunos callejones sin salida. Negri afirma que el libro Mil mesetas de Deleuze y Guattari traduce 1968. En el año de publicación del libro, 1980, ya no existen ni ese proletariado ni esas relaciones de poder, pero sí se ha desplegado una contrarrevolución, que ya ha derrotado a esa «extraña revolución» de 1968. Foucault teoriza en 1978 la «historia indefinidamente abierta» y la «desestabilización aparentemente interminable de los mecanismos de poder», cuando en realidad está ocurriendo exactamente lo contrario. En L'anomalia selvaggia: saggio su potere e potenza in Baruch Spinoza (1981) Negri declara, a pesar de la contundente derrota de la revolución, su continuación «ontológica» en virtud de la cual el proletariado más débil, desorganizado y desorientado de la historia del capitalismo, se eleva a la expresión de un poder irreversible. Precisamente en 1979, una década después de su inicio, la primera fase de la contrarrevolución, la de la confrontación total, se cierra con la espectacular subida de los tipos de interés por parte de la Reserva Federal, que sanciona así la derrota de la revolución mundial y celebra la estrategia política de la financiarización de la economía estadounidense basada en la deuda, maniobra plenamente comprendida, entre los marxistas y pensadores críticos, tan solo por Paul Sweezy.

La situación contemporánea, más allá de los puntos muertos del pensamiento crítico, se presenta de nuevo como un posible momento leninista. Es siempre la guerra la que actúa como «vigoroso acelerador» de los conflictos y de las eventuales rupturas. Pero la confianza de Mao en el desenlace revolucionario de las guerras mundiales, que los imperialistas insisten en desencadenar de acuerdo con su estrategia, es incomprensible para el pensamiento crítico occidental, que no tiene la misma «lucidez», ni la misma terquedad, ni la misma determinación, ni el mismo odio de clase que el enemigo y carece, pues, de toda estrategia.