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Una parte destacada del canon de la filosofía occidental ha defendido la esclavitud, o sea, la forma más brutal de dominación, probablemente porque, con excepciones, quienes gozan de prestigio en la historia del pensamiento son hombres ricos y violentos. La lista arranca en la Antigüedad y acaba en los hornos crematorios nazis, pasando, entre otros lugares, por las plantaciones estadounidenses. Sócrates, Platón, Jenofonte o Aristóteles fueron propietarios de esclavos y escribieron tratados para adiestrarlos junto con los animales. Hobbes y Locke se enriquecieron con la colonización del «Nuevo Mundo» y el comercio transatlántico de esclavos. Schmitt, Heidegger y Jünger teorizaron acerca de una política explotadora y de la aniquilación total.
Ochenta años después de Auschwitz, las cuestiones esenciales que circunvalan toda lucha por la libertad desde la acumulación originaria siguen vigentes: ¿qué condiciones concretas precipitan la violencia más extrema del poder? ¿Cómo de inminente es la amenaza? Quizás no estemos tan lejos, si atendemos a los profetas de la policía, la guerra y la esclavitud, cuyo eco no deja de resonar. Tienen los púlpitos más relucientes y las tribunas más prestigiosas para que el liberalismo colonialista, un proyecto siempre en crisis, siempre en crecimiento, siempre exitoso, pueda seguir arrimando el ascua a su sardina de forma implacable.
La matriz de su triada primigenia, indisoluble e irreformable, permanece inalterada en el corazón mismo de su proyecto capitalista desde hace cinco siglos: una policía que nunca será democrática, una guerra moderna que jamás será justa, y una violencia política extrema contra las clases subalternas siempre injustificable.