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Un poeta loco siente que la electricidad choca su cuerpo, un negro siente una rodilla en su cuello, una niña tose ahogada sobre unas paredes llenas de plomo, siente que sus pulmones se cierran, unxs migrantes sienten que el océano también se cierra y se ahogan, un bosque siente el humo de su incendio, un suelo tapado de residuos se ahoga. Los síntomas se multiplican, las evidencias se amontonan: un planeta entero apenas logra jadear su respiración. No es que los poderes adultos miren para otro lado. Al revés, miran de frente el centro de la escena donde teatralizan la catástrofe y la planificación, montan el espectáculo del retorno al orden y al equilibrio, a las fronteras y a la normalidad, la representación de una salud farmacéutica y una vida por fin anestesiada. Y vuelven a actuar infinitamente los mitos griegos de una infancia siempre negada. Hacía falta una dramaturga miope como Camille Louis para notar, sobre el telón de fondo raído y borroso, las vidas de esxs niñxs ahí que parecían parte del decorado. Y para contarlas de un modo estrábico, entre la literatura y el ensayo filosófico, para escapar