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En 1896 H. H. Holmes se declaró culpable de docenas de crímenes (los historiadores creen que fueron cientos, casi todos contra mujeres). Para llevarlos a cabo, construyó en Chicago un hotel equipado con las últimas innovaciones tecnológicas. Era una fábrica de la muerte, una gran máquina que gestionaba todo el proceso, desde la preparación de la matanza hasta la eliminación del cadáver. Aquel hotel fue una obra maestra del «diseño doméstico», un sistema que encaja perfectamente en el proyecto funcionalista del arte moderno. El caso Holmes evidencia una conexión fundamental en el surgimiento casi simultáneo de la Revolución Industrial y la figura del serial killer: productivismo, cosificación del ser humano y una siniestra racionalidad que desembocan finalmente en Auschwitz.