Estamos aprendiendo par descubrir
las pistas químicas del camino de la sabiduría,
la quietud de estar atenta,
la compañía interior.
Queremos levantar al que cae,
no llevarlo a rastras,
que el enfado de un anciano
sea tan válido como el desconsuelo de un niño.
Ser cómplices del perdedor,
para que nadie nos contagie la apatía
de los que están faltos de ilusiones.
El que pierde la esperanza
pierde la serenidad.
Si dejamos de respirar un instante
la vida se va al carajo
y el angel del miedo
se instala fugitivo de la justicia.
Revolviendo en los pucheros del perdón
nos damos cuenta
que no hay nada que perdonar
porque somos la mujer que cantó el poeta persa,
la que "bate la luz en un mortero",
la que quita la levadura del mal
del pan de cada día,
la de la mirada precisa y soñadora,
la que está en el tiempo,
la hija del instante.
La que funde el principio y el final
en la esfera poderosa de Empédocles.
El misterio es la realidad
de la maestra que no reparte calificaciones,
porque en la teofanía física del dolor
el amante y lo amado son lo mismo.
Tan raras como el suspiro de una niña,
solitarias en multitud,
negamos imagen al desaliento,
buscamos la suerte de la entusiasmada,
el camino sin huellas, la senda de la enamorada.
Todas tenemos las mismas necesidades,
un discurso oculto, perpetuo , iluminado
que borra la ceremonia de dominio,
la trampa de las máscaras
a que obliga la amenaza del poder.
Queremos la cordialidad de la cordura,
no la cortesía de la prostitución
que desnaturalice lo inevitable
de un presente injusto
porque detestamos la hegemonía del sufrimiento.
Hemos muerto un poco
para que nos sedujera la verdad
y ya no negamos ni afirmamos
cultivamos la esencia
que nos ligue a lo primordial
una explosión esencia y energía
para el cáliz cósmico del éxtasis
