Bruce Ackerman es catedrático de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Yale. Reconocido como uno de los constitucionalistas más importantes en los Estados Unidos, es autor de dieciocho libros, entre los que destacan su serie We The People, en tres volúmenes, un trabajo monumental que reconstruye el desarrollo histórico del constitucionalismo en ese país, el cual propone una interpretación del ‘espíritu de vivencia’ de la Constitución norteamericana contra la exégesis originalista y el centralismo de las cortes. Recientemente en España se ha publicado el primer volumen, bajo el título We The People: Fundamentos de la Historia Constitucional Estadounidense (Traficantes de sueños, 2015).
Este constitucionalista reivindica una interpretación ‘viviente’ de la Constitución, en la que concede gran importancia a determinados momentos histórico-constitucionales, producto, según él, de intensos procesos de luchas sociales, en los que la voluntad del pueblo se impone en un complejo juego de desplazamientos de los equilibrios institucionales y de innovaciones en el campo jurídico-constitucional.
Como pensador político, su trabajo se inscribe en debates en torno a la justicia social en la tradición de la Ilustración, pasando por pensadores como Judith Shklar, John Rawls, y Hans Kelsen.
Ackerman trabajó como asesor de un plan económico de Tony Blair en 2003, y participó directamente en casos jurídicos relacionados con la presidencia de Estados Unidos, como la disputa Bush-Gore en 2000.
Ahora que Trump ha llegado a la Casa Blanca, muchas personas han vuelto a su libro The Decline and Fall of the American Republic (Harvard U Press, 2011), en el que alerta sobre un ascenso de la ilegalidad en la rama ejecutiva del gobierno que podría autogenerar una presidencia imperial. ¿Considera usted a Donald Trump como un presidente populista? Entendamos por populismo una forma de politización extrema en detrimento de estas instituciones.
Bueno, yo no quiero usar el término populista, del que se abusa repetidamente. Trump es un autócrata en potencia, y ya en las dos semanas que ha estado en la Presidencia ha incurrido en una serie de acciones que exceden su poder como presidente de los Estados Unidos. Pienso específicamente en la manera en que hace tan solo unos días asaltó la legitimidad de un juez federal, quien tuvo la valentía de declarar inconstitucional su orden antimigratoria. De modo que este autócrata en potencia es un calco de la estructura que describí en mi libro. Esto es, un presidente extremista que utiliza los poderes de la presidencia para autoafirmar su supremacía. En los próximos cuatro años vamos a tener una lucha cabal e intensa sobre una pregunta crucial: ¿sobrevivirá la Constitución de los Estados Unidos?
Para cierta izquierda antimperialista no habría una diferencia sustancial entre el presidencialismo imperial y el republicanismo. Usted defiende, sin embargo, que el recrudecimiento de la presidencia imperial estaría en pugna con el espíritu del republicanismo de los Estados Unidos. ¿Por qué?
En primer lugar, hay una diferencia entre la política exterior estadounidense, de la que yo también soy crítico, y la pregunta sobre si la democracia norteamericana realmente responde a la voluntad popular. Si el pueblo norteamericano apoya con su voto políticas que no son las mías, eso implica que yo he perdido en el juego democrático. Ahora bien, es completamente distinto si el sistema democrático está siendo amenazado en su interior. Y es esta amenaza la que hoy representa Trump: una voluntad de un autócrata en potencia que busca negar la legitimidad del desacuerdo no solo de instituciones como la justicia, sino también de la prensa y de la mayoría del pueblo norteamericano. Esta es una discusión completamente distinta a lo que uno piense que deba ser o no ser la política exterior de los Estados Unidos.
Usted ha propuesto una nueva forma de concebir y renovar la separación de poderes. ¿Está el poder local en el interior de la estructura federalista en condiciones de prevenir y contener el peligro de la deriva presidencialista?
El federalismo es un freno, aunque no debería sobreestimarse. Estados Unidos es una república, cuyo corazón es la nación. No era así hace doscientos años, pero todos nosotros participamos de una ciudadanía común. Mis hijos pueden vivir a tres mil millas de distancia de mí, y eso no significa nada, puesto que no somos una estructura insular, ni una serie de Estados aislados. Por lo tanto, en Estados Unidos las demostraciones de desacuerdo con el presidente fomentan la libertad y permitirán una movilización de la política progresista en los próximos cuatro años. Estoy convencido de que hay una alta probabilidad de que un movimiento progresista se convierta en la base para ganar la presidencia en 2020. Esto es completamente distinto a lo que ocurre en Europa, donde la izquierda, en su mayoría, está desmoralizada. Nosotros no estamos desmoralizados.
No podemos olvidar que Hillary Clinton –aunque yo simpaticé con la candidatura del senador Bernie Sanders– recibió tres millones de votos más que Donald J. Trump. Las acciones autoritarias de Trump puede llegar a generar un contramovimiento de consecuencias importantes. Aunque, al igual que en Europa, los progresistas tienen que formular un programa adecuado para nuestros tiempos. Buena parte de la izquierda a escala global sigue sin ideas, haciendo gestos pretéritos que pertenecen a la vieja época del Estado de Bienestar, y sin realizar muchos esfuerzos por construir una visión atractiva para el siglo XXI.
Entonces, ¿contempla la posibilidad de la aparición de un movimiento, una especie de contra-Tea Party, emergiendo en los Estados Unidos?
No es una posibilidad, esto ocurrirá. Vamos a ver alianzas entre mujeres, hispanos, inmigrantes, gente humilde, y otros grupos marginales. Ya si llegamos a ganar o no es otro asunto, pero no hay dudas de que habrá una amplia movilización progresista como respuesta a una notable autoformación autocrática que realmente no tiene precedentes en nuestra historia.
A lo largo de estas décadas, usted ha venido proponiendo una serie de medidas prácticas que pudieran ser consideradas por la izquierda. ¿En qué consisten algunas de estas formas prácticas para el contexto europeo? ¿Es todavía la renta básica universal una de estas propuestas?
Sí, yo estoy a favor de la renta básica universal, pero no creo que sea realista. Creo que mi propuesta de una “herencia ciudadana” es mucho más factible, puesto que va al corazón del problema fundamental: lo que he llamado ‘justicia intergeneracional’. Básicamente, tenemos en Occidente una vieja generación cuyos frutos ganados del Estado de Bienestar son visibles, mientras que la generación más joven enfrenta el desempleo. Esta generación es la más formada en la historia moderna de Europa. Es una generación que tiene expectativas, y de repente, una vez que entran a ser adultos, se ven impotentes. Parte de la razón está en que carecen de recursos económicos y laborales. Enfocarse en esta generación en relación con un plan de redistribución económico es fundamental. Junto a mi colega Anne Alstott, quien estudia finanzas públicas e impuestos, escribimos The Stakeholder Society, donde llegamos a la conclusión de que si imponemos un impuesto del 2% a la riqueza de familias americanas que exceda los 1,5 millones de dólares, podríamos financiar una herencia universal de 100.000 dólares para cada norteamericano antes de que lleguen a los veintiún años de edad.
¿Por qué es importante esto? Bueno, esto permitiría mucha flexibilidad, como la búsqueda real de empleo (no necesariamente aceptar cualquier empleo precario), o poder recibir formación para mejorar el desempeño profesional. Se pueden hacer muchas cosas. Y en caso de que un día te echen de tu trabajo, de repente no estarás en una situación desesperada. Estudiosos como Claus Offe y su grupo en Alemania han apoyado este programa. También fue promovido por Ségolène Royal en Francia. Pero más importante aún, creo que el programa apunta a una cuestión central: las viejas generaciones tienen un enorme porcentaje de la riqueza que donan a sus hijos. ¿Y por qué deberías recibir una enorme suma de dinero solo porque has tenido suerte? Esta es la pregunta fundamental, para la que no hay explicación.
La idea de una herencia es casi un remanente de una cierta sensibilidad aristocrática premoderna, ¿no es así?
Exactamente, esto es un legado del feudalismo. En realidad, la primera persona que tuvo la idea que yo retomé fue Thomas Paine, quien en 1797 recomendó al gobierno francés que cada hombre y mujer recibiera una herencia de algo así como 50 libras. De esta manera, la promesa de una ciudadanía igualitaria no estaría redimida solo en el voto, sino en las oportunidades económicas reales. Y esta fue una de las propuestas que Marx rechazó como “socialismo utópico”, ya que acepta de manera realista la propiedad privada. Yo creo que la propiedad privada es tan importante que todos deberían nacer con una asignación. Es esta propuesta económica, que es razonable y factible, la que me gustaría que economistas españoles elaboraran. Este plan tiene una similitud con el de Thomas Piketty, que pide un impuesto sobre el capital. En cambio, yo pienso que el énfasis debería ponerse en la división intergeneracional. Es importante que quien diseñe un programa de este tipo lo haga para que todos lo entiendan. Cuando se presenta este programa, puede ser que se encuentren personas que están a favor o en contra, pero lo cierto es que todos lo entienden en dos o tres minutos. No es así cuando hablamos de impuesto Tobin, o de alguna otra forma compleja de subsidio del sistema de bienestar.
En segundo término, si construimos una herencia universal como fundación económica de la ciudadanía, luego se podrían agregar otros programas para revitalizar la visión de la Ilustración de una democracia en Europa. Es aquí donde yo he propuesto, junto con James Fishkin, un día de deliberación. Nosotros hemos pensado que debe haber un día de deliberación dos semanas antes de las elecciones nacionales, en el cual los ciudadanos asisten a sus centros comunitarios para escuchar un debate televisado de los candidatos de los partidos, y posteriormente debatirán en grupos el sentido de las propuestas. Luego habría un segundo encuentro en el cual los ciudadanos les presentarán preguntas a los representantes locales de los candidatos sobre temas irresueltos en la primera intervención. Al cabo de dos semanas, la gente común podrá realmente hablar entre sí sobre esta experiencia, ya sea en su centro laboral, con su familia, o en el café. Como en el caso de The Stakeholder Society, el ‘día de deliberación’ es una medida realista y factible para un país como España. En mi libro, desarrollo los detalles organizativos para los Estados Unidos. Pero animo a que los científicos-políticos hagan lo mismo para el caso
¿Ve esta propuesta exclusivamente a nivel del Estado-nación, o también tendrían que hacerse modificaciones al nivel de la estructura federalista de la Unión Europea?
Yo soy un fuerte partidario la idea de la Unión Europea. Aquí tenemos una gran oportunidad para que, por ejemplo, un partido como Podemos se convierta en un innovador con ideas prácticas. El costo de ejecutar un día de deliberación no es muy alto para un país como España. Si Podemos muestra que esto se pudiera hacer, estaríamos frente a una enorme vocación de liderazgo político para Europa. Tony Blair apuntaló mi plan de una herencia ciudadana, y fue así que cada niño en Inglaterra nacía con una cuenta de banco que iba acumulando hasta que cumplía dieciocho años. En esos años trabajé con el gobierno de Blair para tener el primer proyecto del día de deliberación nacional. Al final, Blair nunca tuvo la oportunidad de pasar el referendo y el plan no siguió adelante. Pero este ha sido el momento en el cual hemos estado más cerca de tener un día de deliberación nacional. Esta medida creo que mejoraría sustancialmente el carácter democrático de la ciudadanía. Contamos con la población más educada de la historia del mundo, y en muchos aspectos tenemos un sistema de comunicación político más irracional que hace cincuenta años. Y esto es otra manera de decir que el We The People tiene que llegar a materializarse en la realidad, y dejar de ser solo una metáfora.
El primer volumen de We The People acaba de ser publicado en España y está siendo comentado y debatido en círculos intelectuales y políticos que tienen entre sus referentes a autores como Ernesto Laclau y otros pensadores de la tradición del republicanismo. ¿Qué le parece?
Quisiera enfatizar que la necesidad de un nuevo programa para la izquierda no es lo mismo que We The People. Actualmente la izquierda en Occidente está en una profunda crisis, y es por eso que estamos a la defensiva en todas partes. Carecemos de un programa político para el siglo XXI. En este sentido, toda la discusión en torno a We The People quedaría en el aire si no logra generar un apoyo popular basado en un nuevo programa para nuestros tiempos. Es esto lo que intento desarrollar en varios de mis libros a partir de soluciones prácticas. También quisiera llamar la atención sobre hay tres caminos en el constitucionalismo. Por ejemplo, el camino español, a partir de la muerte de Franco, estuvo basado en un pacto de élites, en lugar de en una movilización popular. Si uno quiere una movilización desde las bases, se necesita un programa que una a vascos, a catalanes, al norte con el sur, en un mismo horizonte de justicia social. De otra manera, toda discusión sobre We The People sería solo retórica.
Yo animo a otros a que desarrollen ideas como las que aparecen elaboradas en The Stakeholder Society y Deliberation Day. Ninguna de estas propuestas representa una solución total, a la manera del sueño marxista de querer realizar el socialismo en la tierra. Pero cada una de estas propuestas puede ser aceptada o rechazada dependiendo de sus propios méritos. Lo que sí tienen en común estas propuestas es una solidaridad ciudadana comprometida con la construcción de una sociedad más justa. Ese es el ideal que yo elaboré por primera vez en mi libro La justicia social en el estado liberal (1980) hace más de tres décadas. Y hoy este sigue siendo mi ideal.