Emmanuel Rodríguez (Madrid, 1974) es historiador y, por otra parte, no es una seta. Su cosmovisión, sus estudios, la manera de plantearlos y confrontarlos, no se relacionan, en este caso, con la Academiazzzzz, sino con grupos como la Fundación los Comunes –la conocerán de otros pensadores, como Nuria Alabao, Isidro López, o Rubén Martínez, u de otros activistas, como Jaime Palomera, animador del Sindicato de Inquilinos–. Se trata de un laboratorio de ideas, una red de grupos de investigación, de edición, de formación, de espacios sociales y de librerías. Desde la década anterior, y fruto de su iniciativa, y de la discusión en esos ámbitos aludidos, ha elaborado un gran mapa de algo que ya podemos llamar ‘La crisis’. La crisis de la democracia, o la crisis del Estado, o, más y mejor, la crisis de su mascota favorita, la clase media. Sus libros son, en ese sentido, un itinerario sólido, un buen mapa para ver, en tiempo real, lo que está sucediendo, lo que no sucede ni sucederá jamás. Y eso no solo ahorra tiempo, sino que permite aventurarse en predicciones razonables de futuro. Esa forma, sugerente, efectiva, ceniza, de explicar lo que sucede, en otras sociedades hubiera supuesto la incorporación de Rodríguez, como pensador de fondo, a medios convencionales. Pero por aquí abajo esos usos intelectuales suelen comportar penalización. En todo caso, la lógica que culmina en su último libro se inició en 2010, en el volumen Fin de ciclo, escrito al alimón con Isidro López. Era/es un libro que permitió leer lo que nos pasaba cuando lo que nos pasaba nos caía en la frente. Le siguió, ya en solitario, ¿Por qué fracasó la democracia en España. La Transición y el Régimen del 78 (2015), una traslación del tema anterior –el comportamiento de las clases medias, ese motor político, a la luz de la economía–, para un periodo español concreto. Y La política en el ocaso de la clase media. El ciclo 15M-Podemos (2016), la explicación, con las mismas herramientas del periodo 2011-15. Su último libro, El efecto clase media. Crítica y crisis de la paz social –Traficantes de Sueños, 2022– es el fin de una etapa y de todo ese trayecto intelectual. En esta entrega, difícil –por su ambición–, Rodríguez parece finalizar un ciclo. Condensa y cierra los libros anteriores presentando a la clase media como un objeto meditado por el Estado –tal vez, su gran obra en Occidente–, determinado por dos grandes regulaciones –keynesiana primero, y después neoliberal y financiera desde los ochenta–, y diseccionado a través de distintas figuras, como el propietario, el padre/madre de familia, el poseedor de capital educativo… Con valentía intelectual no muy frecuente en la Academia local, Rodríguez presenta la clase media como la explicación no de los cambios sociales y políticos, sino de las permanencias sociales y políticas, pero que no tienen por qué presuponer, a su vez, la supervivencia de esa clase. En su día poseedora de fuerza de integración, hoy el autor la ve como una clase condenada a poco menos que su desaparición. Rodríguez apuesta por una clase media reaccionaria, vinculada a nacionalismos, y/o al nacimiento de una nueva clase social, aún sin nombre, pero ya con aspecto. Precario. Esa posible futura clase –y este es uno de los golpes del libro– estaría en contacto permanente, íntimo, con algo que conocemos desde el 73, desde los años ochenta, desde 2008, desde 2020. La crisis. Un nuevo concepto de crisis, que nada tiene que ver con el “hombre nuevo”, que surgiría de las crisis, y del que hablaban señores con barba del XIX y del XX, sino con, glups, el miedo. “La nueva clase tendrá que aprender a querer la crisis”, escribe.
La clase media es, dices, el proyecto político del Estado y, en lo que es una definición tuya magnífica, “el pueblo del Estado”. ¿Es el pueblo ese del que tanto hablan nuestros políticos, en distintas lenguas, cuando hablan de pueblo?
Exacto, es el pueblo del que hablan los políticos, del que hablan los medios y al que se refiere todo aquello que podríamos llamar lo “oficial”. En realidad, los pobres, o incluso los obreros, no tienen cabida ni en los medios, ni en lo político, ni en eso “oficial” que compone las representaciones del país. Un hecho paradójico de las sociedades de clase media es que se ha extirpado lo “popular” del pueblo. Estas naciones parecen formadas únicamente por familias respetables, aisladas, con sus propios intereses, más o menos bienpensantes...
Otra sorpresa de tu libro es que pareces sustituir el concepto franquismo-sociológico por uno, mejor argumentado, denominado fraguismo-sociológico, que puede explicar más y mejor la originalidad española: cambio político sin cambio social.
Sí, eso es. Creo que merece la pena recuperar la figura de Fraga, no solo porque ha sido la gran figura de la derecha española, sino también porque fue uno de los grandes visionarios de la Transición. De forma explícita formuló el “centro político” sobre el que debía pivotar la alternancia electoral en ese característico juego de turnos entre centro-izquierda y centro-derecha. Ese centro no era solo un concepto político, sino sociológico. Se refería a las clases medias que crecieron al calor del desarrollismo franquista, y que en la democracia encontraron por así decir su “forma política”. Por eso creo que la Transición fue exitosa, dio a luz un nuevo régimen político que, contra lo que dice la crítica izquierdista al periodo, es homologable al del resto de democracias europeas. Sin embargo, conservó las formas de reparto social del franquismo, que además del respeto al capitalismo familiar y de reproducir la subordinación de las clases trabajadoras, consolidó un centro social y político con base en las nuevas clases medias urbanas, educadas y propietarias de viviendas.
¿El “mal portugués” –la posibilidad de cambio social– fue imposible en España?
Esta es una de las paradojas de la Transición, que me obliga a decir casi lo contrario que en la respuesta anterior. El gran problema del cambio político en los años setenta fue contener un movimiento obrero desbocado. Fue evitar la salida portuguesa que culmina en el país vecino con la ocupación de tierras y fábricas. Ahora que se habla tanto de inflación, conviene recordar que, a la muerte de Franco, la inflación se disparó al 25-30 %, y que el motor de esa subida de precios no fue solo el incremento de los precios del petróleo, sino la presión de un movimiento obrero que arrancaba subidas salariales aún mayores. En aquella situación, el primer objetivo de los actores comprometidos con el cambio político era acabar con las huelgas. Y por eso los Pactos de la Moncloa de 1977, que impusieron la llamada política de rentas (la contención salarial), se produjeron antes que la Constitución de 1978.
El movimiento obrero fue además el gran impulsor del cambio político, que la clase media “progresista” del periodo o el reformismo franquista hubiera detenido mucho antes. La suerte de este periodo excepcional de luchas obreras es que resultó primero neutralizado y luego absorbido por los procesos de institucionalización sindical y por la consolidación de una clase política también de izquierdas. El “mal portugués” fue también el “mal español”. El éxito de los grandes actores del periodo (incluidos los partidos de izquierda PSOE y PCE) consistió en contenerlo antes de que rebasase el vaso.
Defines la clase social como “ilusión”, una suerte de autopercepción. A la vez, explicas que es una institución social, encajada en el núcleo económico, político y social. ¿Explica eso que ese núcleo también tiene componentes de ilusión?
En realidad todos los fenómenos sociales, incluidas las clases, tienen una dimensión subjetiva o “imaginaria” y otra institucional u “objetiva”. A la clase media le ocurre lo mismo. Tiene bases materiales obvias que tienen su raíz en una largo ciclo de prosperidad, que se extiende desde los años cincuenta hasta 2008, y que solo se ve interrumpido por la crisis de 1973-1986, en la que se terminó de liquidar lo que quedaba de autonomía cultural y política de la clase obrera. Estas bases “objetivas” de la clase media están en la expansión de la educación, la extensión de la propiedad inmobiliaria (que en España es enorme), el crecimiento del funcionariado como segmento social protegido, la consolidación de un Estado del bienestar que la privilegia, etc. No obstante, la clase media también se articula como representación, como ideología si se quiere. La clase media no es solo, por eso, propiedad, futuro, familia estable, buenos salarios, educación para los hijos, etc., es también la aspiración a todo eso. Lo que durante un largo tiempo parecía un sueño universal al alcance de todo el mundo.
Una sociedad articulada en clases medias es aquella en la que “no saltan las costuras”. ¿Ni siquiera con cortes de suministros o escasez de alimentos?
Ser de clase media, como todavía se define casi el 75 % de la población española, supone una autopercepción paradójica. En tanto la mayoría se define como ni rica ni pobre, ni burguesa ni proletaria, se percibe al margen de la gran tragedia que ha atravesado el siglo XX bajo la forma de la “lucha de clases”. Las sociedades de clases medias son sociedades sin clases, por grande que sea la desigualdad existente en su interior. Con cierto paralelismo a lo que era la representación oficial del socialismo real, la clase media se constituye como una especie de aspiración comunista a una sociedad sin clases. La clase media implica la interiorización del decreto de que ya pasó el tiempo de los grandes conflictos sociales y de que estas son sociedades reconciliadas.
Unes la crisis de la clase media a la crisis de la acumulación, que determina un Estado ya no tan preocupado por la clase media como por la extracción. ¿Por qué la clase media facilita, con su voto, ese Estado? Hablas de las políticas de clase media como antipolítica, ¿es esa la respuesta a mi pregunta?
Justamente, si la sociedad de clases medias se presenta como una sociedad sin clases, se organiza igualmente sin mayor necesidad de organización política o de participación política que la reglada en forma de voto, reclamación de interés o demanda judicial. Los problemas “sociales” son representados así como disfunciones o patologías: la criminalidad, la adicción, los residuos patriarcales en forma de violencia contra las mujeres, la irresponsabilidad o la vagancia de una minoría, etc. Pero estos problemas no son políticos propiamente dichos en tanto no se organizan como un conflicto entre actores, clases o contrapoderes enfrentados que disponen de organizaciones como sindicatos, ateneos, cooperativas, tal y como dispuso el movimiento obrero. La sociedad de clases medias es una sociedad de opinión: hasta hace poco de lectores de periódicos y de asistentes pasivos a la pequeña pantalla, hoy de pequeños genios e inquisidores en las redes sociales. En cualquier caso, son sociedades condenadas a la cháchara interminable acerca de gustos, malestares, victimismos (reales e impostados) y posiciones morales. La clase media es aburrida e inane. Se trata de sociedades propiamente sin política, lo que requiere organizar y disponer de poderes e instituciones propias al margen del Estado en todas sus formas.
Dibujas un cambio colosal en el futuro. La transformación de la inversión en propiedad, y del beneficio en renta. ¿Eso es el fin de la clase media o su bifurcación?
En realidad, esto ha ocurrido ya, lleva ocurriendo desde los años noventa, si no antes. Vivimos en sociedades atravesadas por las finanzas, y en las que las economías domésticas de las clases medias están también financiarizadas. Por ejemplo, la Encuesta Financiera de las Familias del Banco de España te lo muestra sin muchos rodeos: un porcentaje significativo de la población española, el núcleo de sus clases medias, dispone de acciones, fondos de pensiones privados, seguros médicos y segundas o terceras residencias. Durante el gran ciclo inmobiliario de 1995-2008, el incremento del consumo de las familias, que fue del 90 %, estuvo mucho más basado en el crecimiento de los precios de la vivienda; el recurso al crédito, que se multiplicó por once; y las rentas y plusvalías inmobiliarias, que en el crecimiento de los salarios, que fue negativo. Aquella era una sociedad, en 2007, donde más del 82 % de los hogares disponía de una vivienda en propiedad y donde prácticamente todo el mundo pudo beneficiarse de jugar en la burbuja inmobiliaria. El gran problema es que en estos casi 15 años de crisis sucesivas (2008, covid, estanflación) las oportunidades de beneficio financiero e inmobiliario se han reducido mucho. La clase media se está partiendo en dos porque sus muletas financieras le han dejado de servir. De hecho, para una parte importante de la población, estos años han sido de expulsión de la clase media propiamente dicha: expulsión de su vivienda por incapacidad para pagar la hipoteca, expulsión por una condena de por vida a empleos precarios y mal pagados, relegación a unos servicios públicos degradados y sin alternativa, etc.
Hablemos de tus dibujos del futuro. Explícame tu idea de sociedad en tres hojas, tan parecida, glups, a la romana.
Vemos otra vez esta quiebra de la clase media, que sufren quienes ya no acceden a la propiedad o no disponen de patrimonio significativo (también en expectativa, vía herencia), quienes no tienen más horizonte que el del empleo precario, quienes pierden sus negocios empujados por los precios y la concentración empresarial, quienes no pueden compensar su situación de pobreza con contactos o con títulos educativos con valor de mercado. Esta caída social es, en realidad, un vasto proceso de proletarización, que se organiza a distintas escalas y con distintas trayectorias, por eso es difícil que este proceso dé lugar a una nueva clase proletaria. De momento, solo podemos decir que existe un número creciente de “proletarizados”. A la vez, aquellos que pueden conservar su patrimonio, que tienen empleos protegidos (profesionales, funcionarios) y buen capital cultural van a seguir siendo la “clase media”, pero una clase media reducida, cada vez más concentrada y cada vez menos tendente a poder justificarse por la vía meritocrática. Esta nueva clase patricia puede tender a convertir su ventaja social en privilegios sancionados de una otra forma por el Estado, tal y como se observa ya desde hace tiempo en lo que se refiere a la creciente estratificación del sistema educativo.
Por último, conviene reconocer que en esta sociedad sigue habiendo pobres, segmentos de la vieja clase obrera que no se incorporaron a la clase media, segmentos de la población migrante que no dispone en ocasiones de los más mínimos derechos, y que quedan relegado a los peores trabajos y más precarios, o directamente que existe una población propiamente excluida. Con trazo grueso, intentaba así hablar de una sociedad en tres hojas: los nuevos patricios o la clase media remanente, los proletarizados y los “pobres”. Estos últimos están al margen del país, de lo oficial, de la nación política.
Vislumbras dos opciones futuras para la clase media. La primera es una integración social reaccionaria, que entiendo como una unión de izquierdas y derechas reaccionarias, unidas por nacionalismo y soberanía. Se intuye esa predisposición en muchos sectores de CUP y algunos de Comuns e, incluso, de Podemos. ¿Dónde crees que evoluciona más dentro del Estado?
De momento, parece que la reaparición de la política en estas sociedades pasa por los proletarizados. Las revueltas del 15M o de los ‘Chalecos Amarillos’ o incluso el Brexit tienden, todas ellas, a pesar de sus diferencia, a ser protagonizadas por sectores sociales en vías de proletarización. En el 15M fueron los jóvenes de clase media, “sin futuro”, con estudios pero sin posibilidad de empleo en el país; en Francia fueron los segmentos de la clase media baja, periférica, abandonada por el Estado y crecientemente pauperizada. La tendencia de este tipo de revueltas es que no consiguen presentar más horizonte que el de la vuelta a los viejos buenos tiempos de la democracia representativa y del Estado de bienestar. En este sentido son nostálgicas, quieren una restauración de algo que nunca fue tan perfecto como se imaginan. Y además son reaccionarias en tanto esta vuelta, caso de tener alguna base (y creo que tiene poca), solo es viable sobre la base de la exclusión del segmento social no integrado y el abaratamiento de su trabajo y sus servicios. No hay aquí proyecto universalista alguno, el retorno a la nación, la patria o la comunidad étnica es casi obligatorio. Y esta nación da igual que se llame España, Catalunya o Italia. Por eso la izquierda y la derecha llamadas “populistas” (yo diría nostálgicas) solo tienen diferencias de matiz, quizás distintos grados de compasión. Además, a pesar de llamarse populistas (o si se quiere una versión de izquierda, nacional-popular), solo consideran y se dirigen al pueblo de la clase media ahora desclasada. Lo que resulta en otra de las paradojas de la política de esta clase media en crisis, que solo sigue refiriéndose a sí misma: sus malestares, sus sueños, sus pánicos, sus fantasmas.
La otra opción, que no descarta la primera, es una nueva clase social, sin nombre aún.
De hecho, la gran incógnita política de estas sociedades es “qué pueden sus pobres”. Si estos aparecen en la escena pública como algo parecido a un actor político desplazarán completamente el tablero institucional, generando reacciones seguramente violentas y criminalizantes. Así ha ocurrido con los semipobres franceses, en 2018-2020. No obstante, si surgieran alianzas entre estos pobres y los proletarizados se abriría un ciclo completamente nuevo, y completamente ajeno a la política nostálgica (populista) que rememora los viejos tiempos del Estado de bienestar y de la nación integrada, o del capitalismo bueno (del capitalismo industrial bajo soberanía estatal). Este ciclo redescubriría de nuevo el valor, si se quiere civilizatorio, de la lucha de clases, que está no solo en el origen de las revoluciones truncadas, sino también del Estado de bienestar moderno. Mi intuición es que no habrá ningún avance progresivo sin lucha de clases.
Explicas la crisis como animal de compañía, especialmente para esa nueva clase. Ves en esa crisis una oportunidad para esa clase pero, aun así, dibujas la crisis sin colorido alguno. La dibujas como sombría, violenta, oscura, incluso como “crisis civilizatoria”. ¿Puedes dibujarla un poco más?
La crisis permanente es ya nuestra atmósfera, nuestro medio ambiente. Puede haber años de crecimiento económico, de relativa sensación de prosperidad. Pero para España, y en realidad para todo Occidente, parece que hemos entrado en una situación de largo estancamiento, que tiene una explicación compleja pero que nos resulta del todo palpable. Por resumir mucho, el capitalismo esta gripado porque no encuentra soluciones a la enorme crisis de rentabilidad que arrastra desde los años setenta. La vía financiera parece que ya no ofrece más que ciclos o burbujas cada vez más breves. La solución espacial en búsqueda de costes laborales y fiscales más bajos parece haber encontrado en la costa asiática del Pacífico su última estación. No hay tampoco sectores económicos de vanguardia de alta rentabilidad con capacidad de efectos de arrastre en el empleo y la inversión suficientes como para poner en marcha una economía de dimensiones colosales. Y los Estados siguen empeñados en una lucha competitiva de suma cero por capitalizar las migajas de la globalización financiera sobre su propio territorio, tal y como hace España con su sobreespecialización en el turismo y unas pocas industrias de exportación (automóviles, refinados del petróleo, carne de cerdo). A todo ello, podemos añadir los crecientes impactos negativos del cambio climático.
En términos inmediatos, la consecuencia es empleo de peor calidad, Estados subordinados a los mercados financieros por la vía de la deuda y una cada vez más patente carestía de la energía, los alimentos, etc. Este escenario es, por todo ello, anti-clase media, al menos si entendemos la clase media como el centro de nuestras sociedades, lo que requiere cierta prosperidad económica y gigantescas dosis de intervención pública. La crisis está así servida, no se trata de quererla o no. La crisis constituye nuestra época. Y por tratarse de un cruce de caminos, en la crisis están contenidos distintos futuros, algunos aterradores y otros mejores. Estamos, por eso, en una época propicia para la vuelta de esa política, que no se sirve de especialistas, sino que debe ser practicada por todo el mundo. Como en la maldición china, estamos condenados a vivir tiempos interesantes.