Marx no entró en la cocina

Karl Marx ignoró una de las causas fundamentales de la división de la clase obrera y no previó que el capitalismo, en connivencia con algunas organizaciones obreras, terminaría expulsando a las mujeres proletarias al hogar

En casa de la vecina hay una brecha

La ropa interior doblada a los pies de la cama. El mono azul del taller en la silla, cubierto por la chaqueta. Es lunes, pero puede ser viernes o sábado. Cada mañana, Carmen deja colocada la ropa de César. Cada día la brecha salarial se agranda hasta hacerse grieta. A veces sale en las estadísticas. Nunca cotiza. Se naturaliza, se calla. Al final lo que queda en silencio es un trabajo que no se paga.

Susana llega cansada a la escuela infantil donde da clase. Vive a quince minutos de su centro de trabajo, pero se levanta dos horas antes de que suene el timbre que marca el inicio de su jornada laboral. Tiene dos hijos, de tres y cinco años. Cada mañana dedica hora y media para prepararlos antes de ir al colegio. Desde la cocina de la casa de al lado se escucha al principio la risa de los niños, después las primeras voces de la madre si tardan más de la cuenta en beberse la leche. Se oyen los gritos enfadados cuando llega la hora de salir y el desayuno no está terminado, ni la cocina recogida y el pequeño no quiere ponerse el abrigo. No son todavía las nueve de la mañana. Ya hay enfado, ya hay cansancio. Ya hay trabajo hecho, pero no se remunera.

A lo mejor la vecina no es una histérica y por debajo de su estrés mañanero no está solo el “indefinible malestar” del que hablaba Betty Friedan, sino la desesperación de quien hace un trabajo por el que no cobra, por el que nadie paga y en el que no hay vacaciones ni recreos. Es mentira que sea invisible. Se ve a diario y se espera. La carga mental de las mujeres y su trabajo en casa sostienen el sistema capitalista. Y esto, que Marx apenas comentó en sus libros, es el eje central de El patriarcado del salario, de Silvia Federici.

¿Qué pasa cuando las mujeres no trabajan en la fábrica?

La tesis marxista de que el desarrollo industrial promovería una relación más igualitaria entre mujeres y hombres se hizo añicos en la Segunda Revolución Industrial. Desde finales del siglo XIX, la introducción del salario familiar supuso la expulsión de las trabajadoras de las fábricas, que fueron enviadas a casa y pasaron a depender del sueldo masculino. Comenzó así lo que Federici denomina “patriarcado del salario”. El cambio industrial conllevó un cambio familiar: “La familia, tal y como la conocemos en «Occidente», es una creación del capital para el capital, una institución organizada para garantizar la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y el control de la misma. Es por esto que «como el sindicato, la familia protege al trabajador pero también se asegura de que él o ella nunca serán otra cosa que trabajadores. Esta es la razón por la que es crucial la lucha de las mujeres de la clase obrera contra la institución familiar»”.

En esa nueva familia, contrapuesta a la fábrica, las mujeres realizan el trabajo reproductivo. Como no está asalariado, se le impone una apariencia de naturalidad. La familia, advierte Federici, es la institucionalización del trabajo no remunerado. “Nada ha sido, de hecho, tan poderoso en la institucionalización de nuestro trabajo […] como el hecho de que nunca fue un salario sino el amor lo que se obtenía por este trabajo”.

Aunque ya a mediados del siglo XIX el trabajo doméstico y la familia eran temas de debate en la izquierda, Marx ignoró una de las causas fundamentales de la división de la clase obrera y no previó que el capitalismo, en connivencia con algunas organizaciones obreras, terminaría expulsando a las mujeres proletarias al hogar “para producir trabajadores, en lugar de mercancías físicas”. Al final, detrás de esta creación del ama de casa a tiempo completo -en contraposición a las mujeres fabriles y a las prostitutas- aparece una nueva división sexual del trabajo que ya no depende solo del lugar donde se realiza, sino de las relaciones sociales que subyacen a las distintas tareas: la compensación del trabajo no remunerado es la respetabilidad social, que no se cuestiona hasta mediados de los sesenta, ya en el siglo XX.

El feminismo en la izquierda y Marx en el feminismo

En los cuatro capítulos de El patriarcado del salario Federici hace patentes las limitaciones del marxismo tradicional al abordar las relaciones capitalistas e invisibiliizar a sujetos sociales. La autora italiana deja claro que tanto el lenguaje político de Marx como su método de análisis siguen siendo indispensables, pero es necesario revisar su teoría. La crítica más sistemática del marxismo no viene desde la izquierda tradicional sino del feminismo, de la necesidad de que el centro no sean el trabajo asalariado y la producción de mercancías, sino la producción y la reproducción de la fuerza de trabajo.

Cambiar el centro supone visibilizar la duración real de la jornada laboral y ver hasta dónde llega la dependencia del capital del trabajo no asalariado. Implica entender las relaciones de género como relaciones de producción, liberando a las mujeres del sentimiento de culpa que las invade al rechazar el trabajo doméstico y amplificando el lema “lo personal es lo político”. El objetivo no es una redistribución más equitativa del mismo trabajo, sino ponerle fin y para eso, afirma Federici, “el primer paso es ponerle precio”.

Desde los años setenta movimientos como el “Salario para el trabajo doméstico” han ido desarrollando una teoría marxista-feminista. Aún así, los partidos de izquierda no han asumido las demandas al ritmo que se han ido planteando. El feminismo se ha dejado siempre para después. Sin embargo, cada vez es más patente que el sistema funciona por los cuidados y estos, por mucho que avance la tecnología, no se mecanizan.

Poner en el centro los cuidados es revalorizarlos y es también poner en valor el trabajo de las mujeres que no salen en las estadísticas pero sufren la brecha salarial. Detrás de los delantales que ellas colgaron en el balcón el pasado 8 de marzo había un anhelo de enseñar la cocina. Lo que se tapa siempre, lo forzado a ser invisible. El lugar desde donde se hace sociedad y donde ni Marx ni los que cogieron su relevo se atrevieron a entrar.