Reseña de “68” de Paco Ignacio Taibo II

Jesús Aller
Libro reseñado: 
Rebelión
16/02/2015
1968 fue año de revueltas estudiantiles en muchos lugares, pero como nos recuerda Elena Poniatowska en su prólogo de 68 de Paco Ignacio Taibo II, la única ciudad en la que masacraron a cientos de personas fue México. El autor del libro, que con diecinueve años fue protagonista de los hechos, tenía tres cuadernos de notas sobre ellos que creía material para una novela, pero pronto se dio cuenta de que dar testimonio de aquello no toleraba ficción. Así nació la obra, que publicó Joaquín Mortiz en México en 1991 y fue recuperada por Traficantes de sueños en 2006, crónica de la brava singladura y el naufragio sangriento.

Son capítulos breves los que van construyendo el libro. En ellos sabemos cómo se gestó todo: “Vivíamos rodeados de la magia de la revolución cubana y la resistencia vietnamita” , pero también aturdidos por la muerte del Che, y ebrios de cine, música y poesía. Los protagonistas no superaban el círculo de una docena de escuelas y facultades universitarias, y militaban en todas las tendencias de la izquierda extrema, aunque no sabían mucho de la clase obrera real. Gentes que no veían la televisión, extranjeros en su país.

El 26 de julio, viernes, es cuando el movimiento estalla. Miles de jóvenes se manifiestan en las calles y son ferozmente golpeados por la policía. No es la primera vez que ocurre, pero se huele algo… Esa misma noche son arrestados dirigentes del PC. La semana siguiente, el paro se extiende por la universidad y se constituye un consejo de representantes de las facultades en huelga, que trata de ir gestando un programa con exigencias para la negociación. La lista de muertos por la brutalidad policial va creciendo y hay casi mil detenidos, mientras la prensa miente y voces amigas aconsejan prudencia. ¡Al carajo!

Hay encierros y ocupaciones policiales de facultades. El día 31, una manifestación de cien mil estudiantes con el rector al frente sale a la calle en defensa de la autonomía universitaria. Taibo nos relata su entusiasmo en un tiempo en que “no había noches ni días, sólo acciones, calle y vibraciones” . A primeros de agosto, los huelguistas elaboran un programa de seis puntos que exige sobre todo el cese de la represión y la depuración de sus responsabilidades. El movimiento es un monstruo sin cabezas visibles, incorruptible, capaz de prodigar manifestaciones de cientos de miles de personas, y la solidaridad crece en la sociedad con el apoyo de intelectuales y artistas. Se perciben en él tres tendencias: en la derecha están el rector y sectores del profesorado, piden autonomía universitaria y la libertad de los presos; centro e izquierda se distinguen por la audacia en los planteamientos de la segunda, que busca llevar el proceso más allá del ámbito estudiantil, y por su menor apego a la negociación.

En la manifestación del 27 de agosto, medio millón de personas elevan sus brazos a lo imposible: ocupan el Zócalo y exigen un diálogo público al presidente de la república. Serán desalojados por tanques horas más tarde. Miles de estudiantes rodean la cárcel de Lecumberri, donde estaban encerrados los presos políticos; gritan enfervorizados: “Los vamos a sacar” . En septiembre, la derecha del movimiento va claudicando, pero las asambleas ratifican la huelga. El entusiasmo se trasforma en resistencia y terquedad. Siguen cada día miles de mítines y manifestaciones a los que se suman otros sectores, mientras crece el número de detenidos. La estrategia del gobierno, incapaz por naturaleza de cualquier negociación, sólo puede ser la represión, y se espera un golpe, aunque nadie pensaba que sería tan brutal.

El 18 de septiembre, tanques y diez mil soldados con bayoneta calada asaltan las facultades. Hay seiscientos detenidos. Los días siguientes hay disparos del ejército, respuesta de molotovs y se prodigan los arrestos. Esas noches nadie duerme en su casa. El día 24, los militares toman a tiros el casco de Santo Tomás y por primera vez responden unas pocas pistolas y escopetas. El 30, el ejército devuelve las instalaciones universitarias, en la esperanza de que la huelga se levantaría, pero las asambleas votan su continuidad.

El 2 de octubre, las tropas atacan el mitin de Tlatelolco. La versión oficial habla de que los estudiantes empezaron a disparar, pero ya todo el mundo sabe que había entre ellos provocadores infiltrados, y que fueron las bengalas lanzadas desde un helicóptero militar las que dieron la señal para el comienzo del tiroteo sobre una muchedumbre indefensa que causó cientos de muertos. Muchos de los cadáveres no aparecieron nunca. Ese mismo día Taibo llega a Madrid de madrugada, obligado por su padre a abandonar el país. Seguramente le salvó la vida, pero tardó años en perdonárselo. En dos días regresa a México.

Tras la masacre las masas quedan contenidas y se impone una tregua que dura hasta que acaban las olimpiadas. A finales de octubre, surgen tres demandas incontenibles: libertad de los presos, devolución de las escuelas, cese de la represión. La huelga es ratificada tercamente a primeros de noviembre, pero dura sólo un mes más. El proceso se agota. Taibo nos narra el sordo hastío de aquellos días sin luz. Del movimiento estudiantil nace una guerrilla urbana que será ferozmente combatida, y también intentos de nuevas luchas políticas, buscando marcos más amplios, que resultaron tremendamente infructuosos.

68 es un homenaje de su autor a todos sus compañeros de aquellos días, recordados generosamente. Lírico y nostálgico, se enfrenta a su propia juventud, a la que le tocó atravesar un vórtice de la historia, a su despertar y su entusiasmo. El movimiento tenía la profundidad de la solidaridad, la discusión horizontal y la construcción democrática, pero estaba limitado al medio estudiantil: “Necesitábamos tiempo para ser mexicanos reales del todo” .

Taibo nos habla de la masacre como evento fundacional, forjador de un alma colectiva insobornable, descenso a los infiernos, pero también la contempla como un episodio más de una interminable historia de luchas, explosiones de un pueblo que soporta lo indecible, pero no llega nunca a doblegarse del todo.