La Shoah se ha convertido, para la memoria colectiva de Occidente, en ese acontecimiento central que no deja de cuestionar los cimientos de nuestra modernidad política. La enseñanza del genocidio no conduce a pensar ese desastre ni como un "accidente" de la historia, ni como un paréntesis sin raíces. Si ésta cuestiona la práctica y el discurso del antisemitismo, cuestiona más todavía el establecimiento de una burocracia de Estado sin la cual el crimen en masa no se habría podido cometer. La ideología sola no produce el crimen de Estado, la tecnología y la burocracia contribuyen a él de igual manera. Comprender la trayectoria que conduce a Auschwitz no supone absolver a los criminales, ni legitimar el crimen. Al contrario, supone preservar su memoria justo cuando desaparecen los últimos testigos directos.