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Quienes insisten en que la crisis climática es la clave para entender la política de este siglo, e incluso de los siglos que están por venir, tienden a hacerlo desde un punto de vista indisimuladamente parcial, como si solo un sector del espectro ideológico se preocupara por esta urgencia. El éxito de la acción climática emancipadora radica paradójicamente es que este prejuicio propio se ha desmoronado: ha logrado que la realidad del cambio climático haya sido asumida por prácticamente la totalidad de las ideologías. También, claro está, por la heterogénea, contradictoria y estruendosa ideología reaccionaria. En sus trincheras institucionales y en sus programas aterradores, en los discursos escapistas de las élites más histriónicas y en las acciones callejeras de hombres victimizados, en la defensa de un supuesto derecho a quemar gasolina y en el deseo de descargar rencores sobre grupos sociales a los que se odia, en la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y en el deleite de ver sufrir. Ahí también hay política climática, motivada por la desorientación, el miedo, la incertidumbre y la instrumentalización de estados de ánimo convulsos. El fascismo no es un desvío inexplicable de nuestros sistemas políticos, sino un elemento inherente a ellos que se presenta en exabruptos puntuales o en erupciones abrasadoras. Entonces, si la crisis climática es la clave de nuestro siglo, analicemos y combatamos el fascismo en la que será inevitablemente su versión contemporánea: el ecofascismo.