Ducharnos es algo que hacemos sin reflexionar más allá de la imagen que el mercado de la higiene nos ha infundido. El cuerpo mismo ha pasado a ser un objeto de consumo de la vida privada, dentro del espectáculo del confort. El ideal de lo bello, joven y limpio en la ducha es un producto construido recientemente para alimentar nuestro imaginario. La deriva que ha seguido la aparición de la ducha en occidente, hasta llegar a formar parte de la cotidianidad, es más interesante que la de un simple aparato sanitario relegado a una esquina del cuarto de baño. Realizando un sondeo en sus distintas épocas, es posible detectar momentos en que, pese a ser un espacio hidroterapéutico elitista, la ducha inspiraba gran temor. En otro momento, la ducha se veía como un instrumento extravagante, incluso cómico. Y, en su proceso de domesticación, pasó a ser un mecanismo de control de aquella parte de la sociedad considerada anormal: los huérfanos, los alienados, los presos, los obreros... en definitiva, los otros.