La poesía como cuestión de límite es un estado de presencia más que una presencia. Una presencia que no deja de evocar, en ese estado, lo que nunca fue, lo que pudo haber sido. Para verificar ese estado, para caer en él, es necesario partir de una inminencia, de un presente casi cerrado por acoso. Datos concretos, nombres propios, cosas nimias, mínimas, ese Conejillo de Indias que quiere romper la cáscara de su cercado experimental. La poesía debe una y otra vez trabar entre palabras lamateria del acoso -control, Poder, eternismo autosatisfecho- para consolidar esa posible huella: la huella de lo no sido que puede re-intentar-trazarse. Acción, no espera ni el mito de la espera. O no más que el tiempo que necesita, por aliento, detenerse. Estos textos escritos del otro lado del Atlántico conservan de esa agua la sal que no alivia ninguna sed. Ensayan una obra que no alcanza escena más que ese tiento pendular: de una crisis a otra crisis a veces muestra su cresta como para estallar y a veces sólo por debajo crece.