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A finales de los años setenta, una «heroica francesa» logra sacar de la URSS, oculto en un microfilm, el germen de la novela que acabará siendo Oficio.
Dovlátov retrata con su habitual socarronería la censura oficial del aparato soviético y la oficiosa de las decenas de editoriales y publicaciones que rechazan sistemáticamente sus escritos. Ante el veto para ejercer el deseado oficio de novelista, Dovlátov abraza con pasión el de periodista, primero en Tallin y, tras su emigración, en Nueva York, donde deja pasar los días tirado en un sofá y trata de poner en pie un semanario para judíos, mientras alcanza por fin reconocimiento internacional como literato. El escritor pasa revista, indulgente pero incisivo, conciso y atendiendo a la música de las palabras, a todo un abanico de personajes y situaciones aberrantes, tanto en Rusia como en su patria adoptiva, sin olvidarse jamás de hacer mofa de sí mismo, su mejor personaje.