¿Esto lo arreglamos entre todos? El (im)posible futuro del “milagro español”

Pedro Ramiro y Erika González
El Salto Diario
03/05/2020

Los términos de la partida están claros. “Es el momento de que aquellos que quieren destruir el sistema tienen que ser apartados”. Las palabras del presidente de la Cámara de Comercio de España sintetizan las posiciones que defiende la clase dirigente del capitalismo español. No en vano, podrían llegar a estar en riesgo los privilegios y las ganancias acumuladas durante décadas con la expansión de los negocios de las grandes empresas españolas. “Al conjunto de la sociedad le ha ido muy bien con la economía social de mercado que tenemos”, advierte José Luis Bonet, y tira por elevación: “Si alguno piensa que la solución es cargarse el sistema está muy equivocado”.

Más allá de la lectura en clave gubernamental, en línea con el marcaje de los grandes empresarios a los ministros de Unidas Podemos —“estoy con Calviño y con Maroto que son gente sensata”, recalca Bonet—, esta amenaza puede analizarse ampliando la perspectiva. Con una recesión de la economía mundial como no se había visto hace un siglo, que en el caso español va a agravarse especialmente por su dependencia estructural de los sectores turístico e inmobiliario, lo que está en juego es la propia supervivencia del modelo. De ahí que los líderes de la clase político-empresarial estén presionando al gobierno para asegurarse de que no se impulsen nuevas normativas laborales o fiscales. Se trata, básicamente, de blindar las condiciones en las que ha venido operando el capitalismo español desde mediados del siglo pasado.

Apostar por una redistribución de la riqueza o garantizar el modelo de acumulación. Esta es la disyuntiva estratégica a la que nos enfrentamos para responder a una crisis socioeconómica que no ha hecho más que empezar. El resultado de esta elección, que no puede disociarse del cuestionamiento sistémico relacionado con la extensión de las desigualdades y el agravamiento de la crisis socioecológica, va a marcar los próximos tiempos. O se opta decididamente por aplicar medidas redistributivas que compensen la falta de ingresos de amplias capas de la población, o se va a profundizar mucho más la brecha social que ya se había agrandado en la última década con las políticas para fomentar la “recuperación”. Lo primero pasa por un conflicto inevitable con las grandes corporaciones e implica una gigantesca disputa —política, económica, jurídica y cultural— con las instituciones dominantes de nuestro tiempo; lo segundo contribuye a consolidar las dinámicas de desposesión, expulsión y necropolítica que han abonado el terreno para el auge de un nuevo espacio neofascista a escala global.

Crisis orgánica

Antes de la pandemia, bajo la superficie de la teatralización de la política institucional y la recuperación de los beneficios empresariales, subyacía un mar de fondo marcado por la incapacidad del spanish model para generar empleo en condiciones aceptables y por su tendencia al empeoramiento generalizado de las condiciones de vida. La posición periférica de España en el sistema-mundo y su especialización económica en los sectores de la construcción y el turismo, unidas a la imposibilidad de recomposición de la clase media en torno a otro ciclo largo de expansión inmobiliario-financiera, ya apuntaban directamente a una crisis orgánica del capitalismo español.

El capitalismo español, cuando apenas quedan sectores que privatizar, ni nuevos nichos de mercado a los que dirigirse, ahora que la devaluación salarial y la destrucción ecológica difícilmente pueden aumentar mucho más sin provocar fuertes tensiones sociales, se encontraba muy tocado en su línea de flotación. La citada especialización de la economía española y los réditos de la internacionalización de las grandes corporaciones, que funcionaron como motor del crecimiento de las ganancias empresariales durante las últimas dos décadas y media, habían demostrado sus límites para servir de base a un nuevo ciclo de acumulación. Y ahora, con el hundimiento del sector turístico y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, van a terminar de reventarse las costuras del “milagro español”.

Estos factores se insertan, además, en un contexto mundial caracterizado por las crecientes tensiones geopolíticas, la mercantilización de la democracia, la emergencia de la crisis socioecológica y el auge de los neofascismos. Con una crisis estructural del capitalismo que viene determinada por tres factores que se refuerzan mutuamente: estancamiento, deuda y desigualdad. Primero, el prolongado descenso de la tasa de ganancia y de la productividad desde la década de 1970, que imposibilitan el proceso de reproducción del capital y la generación de beneficios al ritmo requerido por los propietarios de las grandes corporaciones. Segundo, unos niveles globales de endeudamiento que no han dejado de aumentar, hasta el punto de encontrarse hoy muy por encima de los volúmenes de deuda alcanzados antes del crash de 2008. Tercero, una creciente brecha social entre las élites económicas que controlan el poder corporativo y la mayoría de la población que sufre los efectos de sus políticas.

En este marco, desaparece cualquier ilusión de volver a la etapa de “recuperación”; no digamos ya la posibilidad de reactivar otra “década dorada” —como la primera de este siglo— para los negocios de las transnacionales españolas. Sin duda, estas van a seguir exprimiendo las rentas que aún durante un tiempo les van a proporcionar las posiciones consolidadas en sus veinte años de expansión internacional. Y van a intentar salir de esta crisis por el mismo camino que en ocasiones anteriores: ampliando operaciones a otros sectores y mercados, rebajando salarios y condiciones laborales, obteniendo inyecciones de liquidez mediante compras de deuda pública y privada, generando nuevas burbujas especulativas, acelerando las desinversiones y la venta de activos, etc. Pero nada de eso les va a servir para generar otro ciclo largo de crecimiento y acumulación.

Dejando a un lado las previsiones sobre la posible recuperación post-pandemia en forma de V, de U o del logo de Nike, el escenario más verosímil es el de una serie continua de crisis, impagos y quiebras de grandes compañías. Va a ser materialmente imposible que las multinacionales españolas puedan continuar con el business-as-usual; con garantizar su propia supervivencia, en un contexto de caída del consumo y de agravamiento de los tres factores antes señalados, ya sería bastante. A medio plazo, las salidas más probables son la quiebra, la fusión o la absorción por parte de otras corporaciones de mayor envergadura. No es de extrañar que, ante este panorama, estén tratando de reorientar sobre la marcha sus estrategias corporativas.

Recomposición empresarial

En la primera semana del estado de alarma, Florentino Pérez encargó a Goldman Sachs la recompra del 4% de las acciones de ACS para evitar el desplome de la cotización bursátil de la constructora. Por lo mismo Francisco Riberas, presidente de Gestamp, adquirió 20 millones de euros en títulos de Telefónica, empresa de la que es consejero, a la vez que la familia Grifols se hizo con acciones de su propia compañía valoradas en 5 millones. Dado que en lo que va de año el Ibex-35 ha perdido el 31% de su capitalización, la primera actuación de las élites económicas ha consistido en impedir la desvalorización de sus activos. También ha habido quienes han aprovechado la situación para hacerse con importantes paquetes accionariales, preferentemente en empresas del sector inmobiliario: hasta 350 millones de euros han invertido en las cotizadas españolas grandes fortunas como la familia Ybarra, los March, Carlos Slim o Manuel Lao.

El siguiente movimiento rápido de las grandes corporaciones ha sido garantizarse la obtención de liquidez y asegurar la financiación de sus operaciones. Ya sea emitiendo deuda, como Iberdrola, Naturgy, Repsol y Red Eléctrica que han lanzado bonos por un importe total que supera los 4.000 millones de euros; ya realizando ampliaciones de capital, como la de 1.500 millones que ha llevado a cabo Amadeus. Por su parte, el Banco Central Europeo ha anunciado un nuevo programa de compra de activos públicos y privados con el que van a volver a salir ganando las grandes corporaciones; valga decir que, entre 2016 y 2017, quince multinacionales españolas se beneficiaron de compras de deuda del BCE por valor de 10.000 millones de euros.

Otra de las vías empleadas para la recomposición empresarial ha sido la reducción de costes laborales, sobre todo con la posibilidad de acogerse a los ERTE como un rescate encubierto. En 2017, las 35 mayores cotizadas españolas repartieron 22.000 millones en dividendos. En 2018, los grandes bancos españoles incrementaron sus beneficios el 22%; desde el estallido de la anterior crisis, estas entidades financieras acumulan unas ganancias superiores a los 100.000 millones de euros. En 2019, la remuneración de los consejos de administración del Ibex creció el 7,7%. Al tiempo que la acumulación de riqueza por parte de los grandes propietarios iba en ascenso, las rentas salariales se precipitaban en sentido contrario. Estas mismas compañías son las que ahora, a las primeras de cambio, endosan los costes de sus plantillas al erario público. Es lo que han hecho grandes empresas como Mango, Barceló, Prosegur, El Corte Inglés, Codere, Mediapro, Renault, Ikea o Coca-Cola.

Temiendo que su reputación pudiera verse dañada, como se ha comprobado con la marcha atrás de Inditex —que anunció un ERTE, primero en marzo y luego en abril, para aplazarlo las dos veces—, los buques insignia del capitalismo español no han utilizado esta vía hasta el momento. De hecho, para anticiparse a las críticas y reforzar su imagen de marca, compañías como el Santander y Ferrovial han anunciado reducciones de sueldo para sus máximos directivos. Igualmente, atendiendo a las recomendaciones del BCE, algunas multinacionales españolas han suspendido el pago de dividendos para este año y otras lo están valorando.

En este intento de combinar el mantenimiento de los mecanismos de extracción de riqueza y el reforzamiento de su legitimación social, destacan las donaciones de los gigantes empresariales a la sanidad pública. Siguiendo la línea filantrópica inaugurada hace unos años por Amancio Ortega, Inditex, BBVA, Telefónica, Iberdrola y el Santander han anunciado sus aportaciones a un fondo empresarial para la compra de material sanitario. En Madrid, la presidenta de la Comunidad ha puesto la institución a disposición de El Corte Inglés, Orange o el Real Madrid, publicitando sus donaciones bajo el mantra de la “colaboración público-privada”. Destrozaron la sanidad pública y le regalaron la ciudad al capital inmobiliario-financiero, pero anuncian que dentro de la Operación Chamartín van a poner un monumento a las víctimas de la pandemia.

“Esto lo arreglamos entre todos”

Así se llamaba la campaña publicitaria que lanzó la Fundación Confianza —creada por las Cámaras de Comercio y 18 grandes empresas— en marzo de 2010, dos meses antes de que Zapatero aplicara el primer el plan de choque neoliberal para “salir de la crisis” al dictado de Bruselas. En un contexto marcado por las políticas de ajuste estructural y disciplinamiento fiscal impuestas por la Unión Europea, las mayores compañías españolas promovieron esa iniciativa para tratar de cambiar la percepción de la sociedad sobre quiénes estaban siendo los ganadores y perdedores de la crisis. Tras el fracaso de aquella campaña y la impugnación social que representó el 15M, volvieron a la carga en los años siguientes con la Marca España.

La apuesta por reflotar la marca-país se concretó en la construcción de una narrativa dirigida al consumo interno. El objetivo fundamental era hacer calar en el imaginario colectivo la idea de que “ya ha pasado lo peor de la crisis” y que “estamos en la senda de la recuperación”, con la llegada de turistas e inversores internacionales como puntal para retornar a la bonanza de datos macroeconómicos. La estrategia actual de las grandes empresas españolas para reposicionarse socialmente recuerda mucho a la de entonces. Básicamente, se trata de recomponer un discurso que combine la identidad nacional con una receta económica centrada en el fortalecimiento de los negocios empresariales como vector fundamental para salir de la crisis. “Esto lo superamos juntos”, reza el lema de la campaña lanzada por el Banco Santander; “uniendo todas nuestras energías”, dice el eslogan de Iberdrola.

No va a ser posible, sin embargo, volver a la “normalidad” en un país que apenas dispone de materias primas, que ha de importar la mayor parte de los materiales y recursos necesarios para su metabolismo económico, que ya está sufriendo los efectos del cambio climático y la pérdida de biodiversidad, que tiene una tendencia acusada a la destrucción de empleo en momentos de recesión —no digamos ahora que el sector turístico, que en 2019 supuso el 13,4% del empleo total en España, va a perder el año entero— y que ha focalizado su modelo productivo en la extensión del capitalismo rentista y de la que ha sido la especialización clásica de la economía española durante los últimos sesenta años. En esas coordenadas, redistribuir la riqueza, repartir los trabajos y replantear las bases del modelo económico aparecen como las únicas claves posibles para repensar el futuro con criterios de justicia social y ambiental. Pero las instituciones que nos gobiernan siguen con su huida hacia adelante para defender el “milagro español”.

“El sector inmobiliario será una de las locomotoras del país tras el covid-19”, ha dicho la agrupación de promotores urbanísticos de Madrid. La Comunidad de Madrid ha dado su aprobación a la Operación Chamartín con la promesa de crear 250.000 empleos con este macroproyecto. “Hace falta liberar suelo porque parte de la recuperación vendrá por la construcción, por no limitar el precio de la vivienda”, ha dicho Díaz Ayuso teletransportándose veinte años atrás. La construcción tiene que convertirse en “palanca para la recuperación del empleo y la economía”, ha rematado el ministro Ábalos para no ser menos. Tras la crisis de 2008, la reestructuración del sector financiero hizo que cinco bancos controlasen el 80% del mercado español; hoy, un editorial de El País demanda para el sector turístico “más inversión y una política activa de concentración de empresas”. No han aprendido nada. O sí.

Plan de choque social

A lo largo de los últimos ciento cincuenta años, las multinacionales se han constituido como la forma jurídico-económica más perfeccionada para la extracción y acumulación de riqueza. La posición de dominio de estas corporaciones y de los fondos de inversión transnacionales en la economía global responde a un proceso de concentración y centralización del capital que ha tenido lugar durante trescientos años, así como a unas estrategias de expansión que no hacen sino responder a los intereses de sus máximos propietarios y gestores. En alianza con los Estados centrales y las élites locales, las grandes empresas han ido adecuando las legislaciones nacionales e internacionales en su propio beneficio, hasta llegar a confundir su continua necesidad de incrementar las ganancias con el interés general. Hasta tal punto que podría parecer, siguiendo a Bonet, que “establecer sospechas sobre el empresariado en este momento es un pecado de lesa patria”.

Hasta la fecha, en lo que se refiere a las políticas públicas para afrontar los impactos socioeconómicos multiplicados por la pandemia, nadie se ha desmarcado de esta lógica. A las citadas medidas del gobierno para otorgar garantías a las operaciones empresariales, se suman otras salvaguardas adicionales: las restricciones a la inversión extranjera para impedir que los gigantes del capitalismo español sean adquiridos a bajo precio por transnacionales no europeas; el rescate de los fondos y sociedades inmobiliarias que han hecho fortuna con el negocio del alquiler; la vuelta rápida al trabajo y la recuperación de la actividad económica en sectores no esenciales tras el parón de diez días, según había exigido la patronal. Es previsible también, como ya ha confirmado Borrell, que el Estado entre en el capital de grandes compañías para impedir su quiebra.

A medida que ha ido avanzando la cuarentena, las posibilidades de que se acometieran ciertas reformas para evitar la repetición del modelo de “recuperación” post-2008 se han ido haciendo cada vez más remotas. La nacionalización de sectores estratégicos, como ha podido verse en los momentos más difíciles de estas semanas con el caso de la sanidad privada, no ha pasado de ser poco más que una declaración de intenciones. La suspensión de los alquileres se ha quedado en una reestructuración de la deuda con los propietarios de las viviendas. Y la renta básica para cubrir las necesidades básicas de toda la población, en el ingreso mínimo vital. La propuesta de aumentar los impuestos a las grandes fortunas para contribuir a la financiación de las políticas sociales, una primera medida indispensable para la justicia fiscal, ni siquiera está hoy sobre la mesa del ejecutivo. Las medidas positivas que ha adoptado el gobierno, que han sido sobre todo en materia laboral, parecen muy poca cosa para enfrentar la mayor crisis socioeconómica que ha sufrido Europa desde hace un siglo. “Esto lo arreglamos entre todos”, en estas condiciones, quiere decir “que la crisis la vuelvan a pagar las mismas de siempre”.

Cualquier propuesta de horizonte emancipatorio y de transformación del modelo socioeconómico supone abordar la confrontación radical con las grandes corporaciones, alfa y omega de la lógica global de crecimiento y acumulación de capital. Cada vez se hace más patente que no es posible hablar de soberanía popular, de transición ecológica, de redistribución de la riqueza o de reparto de los trabajos socialmente necesarios sin poner en cuestión los vectores centrales del proceso de acumulación. En ese terreno de la conflictividad social, en una disputa de largo recorrido, es donde se van a jugar las posibilidades reales de las organizaciones y movimientos que se oponen al avance del neofascismo y apuestan por una transformación de las relaciones de poder. La partida sigue abierta.