La edición en castellano de Rituales de resistencia, la biblia de las subculturas en la Gran Bretaña de postguerra, plantea el debate de la vigencia de las subculturas y los Estudios Culturales
1.-
Esto no es un imperdible; esto no es una parka militar M-51; esto no es un artículo nostálgico; ceci n’est pas (en francés, más por variar y para dejar claro el guiño que por ponernos estupendos) une capuche. Especialmente en el caso de la sudadera de capucha y aún más en el siglo XXI: es una prenda deportiva que marca la distancia con el traje de oficina y con el uniforme del colegio, que remite a la desobediencia (ahora asimilada, amansada y transversal) de la cultura del hip hop y que en algunas situaciones parece proclamar que su portador “no trama nada bueno”; también figuró en el número 21 de la lista de la revista Vogue con las “cien cosas más maravillosamente indispensables” para el año 2006. Varada en esa contradicción, la capucha, esa navaja suiza semiótica, es al mismo tiempo el estigma de “una subclase peligrosa” según determinada prensa y un “musthave” en los roperos de la élite para otra. Tan presente en los titulares higienistas sobre el desalojo de Can Vies como en los análisis de los vestuarios (de los outfits, vaya) de los festivales musicales patrocinados, cristaliza el problema al que se enfrenta la reedición de Rituales de Resistencia, tomo publicado hace cuatro décadas por el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham y que ahora traduce al castellano Traficantes de Sueños. Ahí se baten el cobre los ensayos que contiene: entre la noción esencialista de aquellas entidades de clase obrera altamente cohesionadas de hace medio siglo y el popurrí individualista de la era subcultural posmoderna.
2.-
Los Estudios Culturales quisieron pulsar, triscando entre diversas disciplinas, la experiencia vivida por las culturas juveniles de la postguerra británica, una nueva clase social surgida gracias a la abundancia económica (entre 1945 y 1950 el sueldo de los jóvenes aumentó el doble que el de los adultos), el desarrollo de medios de comunicación propios o el papel nuclear del rock and roll en la cultura popular. Antes, como demuestra Jon Savage en su ensayo Teenage, se podía analizar la rebeldía de los zazous (cruzados del swing en el París ocupado) a través de sus zapatos Creepers, pero todo abrazó otra dimensión cuando los calzaron, por ejemplo, los teddy boys en los cincuenta: años después se empezarían a diseccionar esos brotes que existían contra (o a pesar de) la cultura hegemónica. No existían tampoco entonces soluciones subculturales para el desempleo, la desventaja educacional, la rutinización del trabajo o el brutalismo urbanístico, pero sí un sentimiento de comunidad (casi) secreta desde el que defenderse.
Así, por ejemplo, los corbatines que empleaban los teddy boys no eran sólo corbatas de lazo, también eran un guiño a la figura del jugador de los westerns, del mismo modo que el traje eduardiano introducido en 1950 por un grupo de sastres de Saville Row podía ser utilizado por adolescentes de dientes podridos. También querían recuperar el concepto de comunidad, a través de la defensa ultramasculina del territorio (la esquina, el pub, el campo de fútbol), ciertos skinheads y tampoco deberían visitar Brighton, un lugar más bien reservado a coroneles retirados y a empresarios turísticos, los mods. Retratados en Underground de mediodía, de Tom Wolfe, estos ensalzaban cualidades denostadas por sus jefes (pereza, arrogancia, vanidad), buscaban una victoria romántica (casi futurista) de la imaginación, se entregaban a las intrigas subterráneas (contraseñas, pistas) y redefinían el uso y el valor de las mercancías: no eran, en definitiva, consumidores pasivos, sino que articulaban una visión paródica (y mucho más elegante) de la sociedad de consumo. “Mi disfraz oficial de adolescente: zapatos grises puntiagudos de piel de cocodrilo, calcetines rosa neón de nylon hasta el tobillo, pantalones azules de Cambridge ajustados como un guante”, dice el protagonista de Principiantes, novela de Colin McInnes de 1959, ante la mirada torva de su hermano, que viste un traje “color estiércol” que le dieron al desmovilizarlo tras la guerra. Victorias (a menudo pírricas, pero siempre poéticas) del estilo generado desde abajo y no impuesto desde arriba.
3.-
Autores capitales para cualquier apasionado de la masonería subcultural y de los códigos subterráneos como John Clarke, Stuart Hall, Tony Jefferson o, muy especialmente, Dick Hebdige rastrean los síntomas y significados de las drogas, las ropas, los pasos de baile o la reacción de la prensa y de la policía. Uno de los más visionarios, No hacer nada, de Paul Corrigan, retrataba en 1979 la (no) actividad lumpen en las esquinas de Sunderland. Los Chavs, término analizado a la perfección por Owen Jones, con menos armas y códigos de pertenencia que sus padres y abuelos, son ahora víctimas señaladas como culpables en una época donde lo subcultural se aplica a lo hipster (la rebeldía consumista, el posicionamiento a través de la elección de la marca) y donde tendencias como el Ghetto Goth se prenden galones de autenticidad. Un panorama que, como cantaban Astrud, “da tanta rabia, que parece nostalgia”.