Tengo una hija de siete años a la que le he contado la historia de Antoni Benaiges, “el maestro que prometió el mar”. Le expliqué que se trataba de un maestro catalán, que en 1934 es destinado a una escuela de un pequeño pueblo de Burgos, Bañuelos de Bureba, y que en el corto tiempo que allí pudo estar implementó con sus alumnos, de todas las edades, una técnica revolucionaria en la época. Dicha técnica venía de Francia, de un tal Célestin Freinet, y consistía en llevar una imprenta a la escuela, que operaban los propios chavales. Mi hija tiene ordenadores en la sala de informática del colegio público al que acude, y a duras penas puedo hacerle entender la importancia de que existiera una imprenta en una escuela rural hace setenta y nueve años. Tampoco creo que entienda cabalmente que la imprenta la pagó en buena parte el maestro, de su propio bolsillo, y que Benaiges podía haber estado esos dos años en cualquier otra parte del país, o más cerca de su casa. Dos años, dos breves e intensos años alcanzó Antoni a confeccionar cuadernillos con sus alumnos. En ellos, estos contaban su vida, su mundo, sus sueños, cómo era su cotidianidad, a veces que no podían ir a la escuela por tener que ayudar en el campo. Con ellos se comunicaban con otras escuelas de España y del mundo, con las que intercambiaban estos cuadernos. Así y todo, creo que sí ha entendido lo importante que era la imprenta para esos niños del pasado, hoy ancianos, porque le he pasado el facsímil de “El Mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca”, lo ha leído con interés, y me ha dicho: “Esta niña lo describe muy bien, casi acierta con todo”.
Mi hija de siete años sí ha visto el mar. Y tiene ordenadores en la escuela, pero no los utiliza para hacer mucho más que jugar en alguna página pedagógica que han hecho para los niños gente “que sabe”. Al final de toda esa tarde en que le conté la historia, lo que menos entendía mi hija era por qué ese maestro sólo pudo estar dos años haciendo ese bello trabajo en la escuela, por qué lo mataron, por qué lo persiguieron cuando empezó, al segundo día, la guerra civil y la represión franquista.
Este es un libro que le queda grande a cualquier “crítico literario”, así que esto no es una crítica. Es el fruto de una casualidad que trajo hasta mí este documento, como lo es el hecho de que se haya podido “desenterrar del silencio” la historia de Antoni Benaiges. El fotógrafo Sergi Bernal documentaba con su cámara los trabajos en la fosa común de La Pedraja en Burgos, el antropólogo Francisco Ferrándiz trabajaba a pie de fosa recabando las historias de los vecinos y posibles familiares de los cuerpos encontrados, y un interesado llegó hasta la exhumación para decir que probablemente uno de esos cuerpos era el del maestro. Entonces, esa pequeña esquirla de información llevó a muchas otras, al pueblo, la escuela, los viejos alumnos, los colegas de Benaiges con los que se repartían cuadernos impresos, el freinetismo en la península, en México, en otros países; el sueño de la escuela pública que vivió brevemente en la II República, la pasión de un maestro, los recuerdos de unos alumnos que habían quedado sepultados por cuarenta años de dictadura y treinta de transición inacabada. El proyecto del libro se completó con el periodista Francesc Escribano y la historiadora Queralt Solé, y todas esas voces construyen como un mosaico lo sucedido en Bañuelos de Bureba entre el 34 y el 36.
Historias como la de Benaiges deben de existir a cientos, pero no se da con frecuencia que se llegue a tiempo. A tiempo para contar con todos, o con muchos, de los que guardan memoria. A tiempo para dar palabras a la memoria y hacerla viva y restallante. El asunto de la “memoria histórica” fue casi un adorno floral para uno de los gobiernos recientes y es una patata caliente para el gobierno actual, que pretende volver a enterrar. Pero la memoria es, para buena parte de este país, un lugar que hay que llenar de historias que faltan, donde los agujeros se van haciendo más y más pequeños gracias al voluntarismo y la pasión de personas como las que han logrado reconstruir este pedazo.
Como “crítica literaria” no tengo nada que decir de Antoni Benaiges, el maestro que prometió el mar. Como ciudadana de este país lleno de heridas, emocionarme una y otra vez con las imágenes que capta el objetivo de Bernal durante la exhumación de los cuerpos y alrededor de aquellos montes, saber que ésta es una de tantas historias que permanecen enterradas, contarla y difundirla. El trabajo de minuciosa elaboración que se ha logrado realizar en este caso tiene, por un lado, un cariz puntual, un valor en la propia transformación que ha supuesto en las vidas de muchas personas -quizá de toda una comunidad-. Pero tiene una vertiente aún más demoledora desde el punto de vista de nosotros, a tantas décadas y kilómetros, en este “aquí y ahora”. Tiene el valor de constatar una utopía vivida: en Bañuelos de Bureba hubo una escuela de niños de la condición más humilde posible que fueron capaces de explicar al mundo quiénes eran, qué hacían, en ese breve sueño que fue la escuela republicana, gracias a este maestro que está de nuevo, para quien entre en este libro, vivo otra vez.