Las palabras iniciales de Memorias de un revolucionario (1947) de Víctor Serge, escritas en su exilio mexicano y rescatadas por Traficantes de Sueños, en traducción de Tomás Segovia, señalan un comienzo estremecedor. Decía Serge que desde su infancia había tenido la “sensación de vivir en un mundo sin evasión posible, donde el único remedio era luchar por una evasión imposible”.
En un ensayo memorable, que sirvió de prólogo a la edición de The Case of Comrade Tulayev (2003) de The New York Review of Books, y que tradujo Aurelio Major para Letras Libres, Susan Sontag denunciaba la “oscuridad” que rodeaba la obra literaria y el legado político de Serge. Una experiencia nómada, de permanente acción revolucionaria —y no, precisamente, de “compromiso” sartreano—, de lucha antifascista y antiestalinista, de meditación sobre el totalitarismo y escritura de la verdad, habían nublado el reconocimiento y la posteridad de Serge.
A casi veinte años de aquel ensayo podría decirse que la opacidad de Serge ha ido disipándose. En francés e inglés circula buena parte de su obra y en español tenemos ediciones recientes de Medianoche en el siglo, Ciudad conquistada, Una hoguera en el desierto, El año I de la Revolución rusa, Lo que todo revolucionario debe saber, Los años sin perdón, además de las ya citadas Memorias y El caso Tulayev, en traducción de David Huerta.
Estudiosos como Alan M. Wald, Richard Greeman, Adolfo Gilly y Guillermo Sheridan han profundizado en la biografía errante de Serge —“nacido por azar” en Bruselas, hijo de ruso antizarista y noble polaca—, en sus vínculos no siempre coincidentes con el trotskismo y en su colaboración con círculos y publicaciones de la izquierda antiestalinista de Nueva York, en los años 40, como New Leader, Partisan Review, Politics y Socialist Call.
Un estudio recién publicado en la revista Historia Mexicana, de la historiadora Beatriz Urías Horcasitas, explora aspectos poco conocidos del exilio de Serge en México como su lectura del psicoanálisis y su relación con la colonia antiestalinista alemana, con el grupo de ex militantes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), reunidos en “Socialismo y Libertad”, y con las revistas Análisis y Mundo en los años 40.
La amistad entre Serge y Julián Gorkin y el protagonismo que este trotskista valenciano alcanzó en la Guerra Fría Cultural contribuyó a colocar, engañosamente, tanto a Trotski como a Serge en el repertorio del anticomunismo de izquierda. Pero lo cierto es que ni Trotski, que fue asesinado en 1940, ni Serge, que murió en 1947, vivieron la Guerra Fría Cultural y nunca experimentaron un desplazamiento al liberalismo como el de Gorkin.
La clave de la divergencia entre Trotski y Serge, más allá de las críticas puntuales del primero al “anarquismo” del segundo, en los años del POUM en Barcelona, reside en que Serge sí llegó a hablar de “los errores y las culpas del poder bolchevique”, como se lee en “Treinta años después”, el apéndice que escribió en México a su libro El año I de la Revolución rusa (1928).
Sin embargo, en ese mismo texto, donde no dudaba en usar conceptos como “totalitarismo” o “universo concentracionario”, para referirse al estalinismo, reiteraba su certeza de que la Revolución rusa de 1917 había sido el “acontecimiento más esperanzador y grandioso de nuestros tiempos”. Como Trotski, Serge pensaba que no debía asimilarse el bolchevismo al estalinismo.
Revelador que en una revista como Cuadernos, del Congreso por la Libertad de la Cultura, que dirigió Gorkin, donde, además de criticar a la URSS, se celebraron las revoluciones boliviana y cubana y se condenó el golpe contra Jacobo Arbenz, en Guatemala, aparecieran sus “Estampas mexicanas” (1953), donde decía, entre otras cosas, que los indígenas de México eran “los hermanos de nuestros mendigos de Rusia, siluetas pintadas por Brueghel” que siempre volvían a su mente.