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Si la política ya no fuera capaz de generar un claro en el horizonte plomizo de su servidumbre cotidiana, habría que temer que las clases oprimidas se alejen efectivamente de ella por el lado malo, el de la demagogia despolitizada.
(Daniel Bensaïd)
La política es ante todo asunto de espacio y de tiempo. Así, cada época se define por las coordenadas espaciales y temporales que se imponen a los hombres y determinan su libertad de actuar. Ese es el punto de partida de este ensayo, consagrado a la comprensión de las condiciones en las cuales podemos aspirar a cambiar el mundo.
¿A qué asistimos en nuestros días? Los espacios de la economía, la ecología, el derecho y la información se solapan y se contraponen. Los tiempos de la producción, la circulación y los mensajes se enredan y se contradicen. En ese desajuste general, los puntos de referencia familiares de la soberanía y la representación se sustraen y las promesas de progreso se oscurecen. Estas metamorfosis exigen una redefinición de la escala y los ritmos de la acción pública.
Suspendida entre el "ya no más? y el "todavía no?, la época, desquiciada, experimenta una transformación de los procedimientos belicosos. Contempla el nacimiento de una nueva figura del extranjero. Y se extravía frente al enigma geopolítico de la "humanidad europea?. Actuar en la mayor cercanía con ese mundo nuevo, sin las garantías ilusorias de la Providencia divina, la Historia universal o la Ciencia omnipotente, exige un sentido profano de la responsabilidad indisociablemente ético y político. Las certidumbres de la fe o la razón dejan paso a las incertidumbres humanas del apostante melancólico, compañero de juego de Pascal y Mallarme. Esa apuesta por los posibles, -contra el sentido único de lo real y la resignación frente a sus restricciones-, es melancólica, en efecto, y no obstante necesaria.