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Es cierto lo que se dice del ciervo: sus reflejos en la espantada, su agilidad durante la huida, la tersura que su «oscuro pelaje» mantiene en su empresa hacia la fuente. Pero si le hacemos caso a Emma Villazón (Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1983 ? El Alto, Bolivia, 2015), lo certero radica antes en el brillo que en la desaparición, en la relucencia, lumbre del ciervo. Contradiciendo al propio san Juan de la Cruz, quien clama y exclama por la negación de los signos, la poeta boliviana, ella, reclama, más aún, anuncia ?y se escapa para su anunciación hasta César Vallejo? precisamente ese pie ligero tan temido, «con amor no manso». «¿Quién habla aquí? Ni la autora lo sabe», nos dice Villazón. Sin embargo es lo de menos, porque lo que deseamos al leer Lumbre de ciervos es que quien nos habla «ahorque la voz», diga su «río alzado», nos conduzca hasta su «estanque de agua». El lector, san Eustaquio que amortiza su persecución, como cuenta la leyenda del mártir romano, encuentra el animal y ve la fulgurante luz sobre su frente. Pero no le preguntará el ciervo por qué ese empeño en agotarlo, no, le dirá: «tu oído es lo prodigioso». Y se lo dirá sin alejarse después, porque, otra vez, y centenares, con Emma: «no se aleja quien nunca se va /sale por la puerta real o irreal / y se despide en tono de lluvia ascendente o pájaro.»
Sucede que la mejor poesía es, en cierto modo, inaccesible. Y todo lo que podemos hacer es girar a su alrededor, rodearla una y otra vez, afortunados por que la noche resulte tan clara. Como dijo en su prólogo Cé Mendizábal cuando este libro se publicó por primera vez en 2012: «El tiempo [?] habrá de confirmar a Lumbre de ciervos como uno de los poemarios más brillantes de esta parte del mundo en los últimos tiempos. De un dilatado tiempo, en rigor.» Ahora es el lector quien, sigilosamente, debe acercarse.