El nuevo libro de Emmanuel Rodríguez trata un tema de indudable importancia: los límites de la transición política que terminó llevando al régimen del 78. Deviene muy relevante hoy volver otra vez sobre lo que pasó en la transición por dos grandes motivos. El primero, para entender las raíces del régimen que hoy, si bien aguantando todavía, se ve cada vez más debilitado, con sus partidos políticos e instituciones pilar sufriendo un fuerte descrédito y con su capacidad de convencimiento bajo mínimos. El segundo, y quizás aún más importante, para entender el potencial de cambio que se desplegó en aquel momento de efervescencia crítica, de ascenso de alternativas y lucha social, que fue en los años 70 y entender aquello que se conquistó pero también los objetivos que se quedaron por el camino. Cuando hoy estamos viviendo de nuevo, desde los años 70, el mayor momento de crecimiento de la contestación y de recomposición política -si bien en un momento distinto- es clave poder aprender de lo que pasó en el anterior gran ciclo.
Y en esto el libro de Rodríguez es muy útil ya que no se dedica a analizar solamente los fallos de la transición sino, sobre todo, del porqué de ellos, del porqué de la frustración de unas expectativas y capacidades de movilización y organización que empujaban a ir más allá. A esto se refiere con el título: el fracaso de la democracia en España, o sea el fracaso en la realización del proyecto democratizador profundo, de base, que estaba arraigado en las fábricas, por parte de un poderoso movimiento obrero y en los barrios, de la mano del activo movimiento vecinal.
El libro critica las tesis dominantes sobre la transición y la formación de la democracia, según el cambio político habría sido impulsado por las elites franquistas. Contrariamente, el autor insiere la movilización, con especial atención al movimiento obrero, como motor del cambio. La riqueza de la visión que ofrece Rodríguez es justamente la de incardinar el vector de la conflictividad social -con un empuje que obliga a sectores del franquismo a mover ficha- con el vector del pacto político entre elites que condujo la transición política y ver el desajuste entre ambos. Como resume el autor “la clase obrera fue el ‘sujeto de ruptura’ pero no el ‘protagonista del cambio’”.
A explicar esta contradicción se dedica el autor y deriva una de las principales tesis del libro: los límites de la transición no fueron el producto de la moderación del movimiento obrero o de la debilidad de los movimientos sociales sino de la debilidad de la izquierda política, de su incapacidad de tejer un proyecto político alternativo al del reformismo franquista. Con ello Rodríguez nos aproxima a debates de gran calado: como casar la relación entre los movimientos asamblearios que con tanta fuerza emergieron, la izquierda política y la articulación de un proyecto político. Sobre este punto hace una crítica contundente: “la izquierda política fue seguramente el elemento más incapacitante de las potencias de la clase obrera”. El PCE, con su política de moderación, aceptó y fomentó la contención de la movilización obrera, en pro de su inserción en el pacto político. Dicho de otra manera, aceptó la subordinación de la clase trabajadora a los acuerdos entre unas elites políticas provenientes de las clases medias y con un proyecto para las clases medias y el conjunto del capitalismo español. El PSOE, que no era un partido obrero, lo tuvo más fácil para pasar de blandir su retórica radical a adaptarse rápidamente a ser una impresionante maquinaria electoral -jerarquizando su estructura interna e impidiendo la diversidad de posturas en su seno- buscando tanto recoger de la izquierda como del centro, que le permitiría ganar ampliamente los comicios de 1982. Por su parte la izquierda revolucionaria, con poca flexibilidad y madurez teórica, no consiguió articular un proyecto político alternativo, dar una visión de una institucionalidad diferente y posible.
Esta crítica de Rodríguez a la izquierda da en el clavo. Pero podríamos apuntar que se queda limitada en algunos aspectos, el principal, que se queda principalmente en el campo de la crítica, sin proponer alternativas. A la hora de plantearlas aparece un interrogante: ¿qué tipo de institucionalidad democrática alternativa se podría haber propuesto con éxito, que fuera viable en la España de finales de los años 70? Hacer esta nos lleva a la cuestión del poder, ya que un mayor avance en transformación social y democrática se habría enfrentado a un bloqueo implacable por parte de la clase dirigente. Ir más allá habría significado desarrollar en mayor medida el modelo de lucha asamblearia y dotarle de contenido político. A hacer esto justamente se dedicó -aunque de forma desigual- la izquierda revolucionaria. Esto no quita que la izquierda revolucionaria tuvo un modelo rígido y poco sofisticado en su razonamiento político, y una estructura de organización bastante cerrada -que Rodríguez llama leninista pero que más bien fue una distorsión del leninismo que desarrolló el estalinismo. Aún así también es cierto que con las fuerzas que tenía la izquierda radical, construida con poco margen de tiempo desde los años 60, poco habría conseguido cambiar el escenario con unas mejores estrategias, más adaptadas a hacer frente a la ofensiva del reformismo franquista que en pensar en clave de momento revolucionario. Una lección podríamos extraer de ello: la necesidad de construir proyectos anticapitalistas, flexibles, de largo recorrido y con implantación, que tengan una madurez cuando haya situaciones críticas.
La otra tesis importante del libro, menos por lo que se refiere en pensar estratégicamente la izquierda, pero relevante para entender el régimen del 78 es que, aunque entre el franquismo y la democracia parlamentaria que le siguió hubo un cambio de régimen político, este cambio se hizo con una continuidad del bloque social dominante, de sus intereses y privilegios. O sea, en palabras del autor, que “la Transición supuso un cambio político y cultural, pero apenas un cambio social”. Ni los sectores privilegiados, las clases medias, los sectores oligárquicos o el capitalismo medio familiar franquista sufrieron una amenaza a sus intereses. Ello “fue la cláusula intocable de los acuerdos entre el reformismo franquista y la izquierda política” y explica la limitada redistribución fiscal existente en el Estado español, los privilegios de la iglesia -y de la educación privada- y que el peso de las políticas para combatir la crisis económica se hiciera recaer sobre la clase trabajadora. El castigo a los sectores populares además tuvo consecuencias políticas, al cebarse en el sujeto que había empujado la lucha antifranquista. La descomposición de importantes núcleos industriales a principios de los 80s, con la llamada reestructuración, produjo cambios substanciales en la clase obrera y en la forma como se había articulado socialmente y políticamente, contribuyendo al fenómeno del desencanto. La centralidad de la clase trabajadora durante los años 70, reconocida socialmente y defendida con vigor desde la izquierda, dio lugar a unos años 80s en que fueron los movimientos sociales los que tomaron gradualmente el relevo como sujetos de oposición. Si bien esto es cierto, la visión que presenta el autor parece dar a entender que la capacidad de la clase trabajadora como sujeto determinante del cambio social, de largo recorrido histórico desde el siglo XIX, terminó a finales de los años 70, cuando más bien podríamos decir que la clase trabajadora ha vivido grandes transformaciones y aparición de nuevos sectores que pueden ser los pioneros en activismo.
En cualquier caso la obra que presenta Emmanuel Rodríguez presenta un relato muy rico y sólido de lo que fue la transición. Entre sus méritos está conjugar la importancia de la movilización y su relación -conflictiva- con la izquierda, el pacto entre élites -entre los restos del franquismo político y una selección de las elites de la oposición-, y la dimensión económica, recalcando el peso de la crisis que se desató y que gravitó durante todos aquellos años. Tiene muy en cuenta los sectores radicales, que prácticamente no aparecen en la historiografía, y, además, hace una especial mención a las soluciones que se construyen en Cataluña y Euskadi para solucionar los dos focos de mayor inestabilidad. A los múltiples niveles de análisis de la obra se debe añadir que hace una visión de largo recorrido desde las movilizaciones antifranquistas de los años 60 y 70 hasta a mediados de los años 80, con la consolidación institucional de la democracia parlamentaria. Se trata de un arco cronológico que comprende tanto el final como el inicio de los dos regimenes, lo que permite encajar muy bien la comprensión de la transición como bisagra de ambos.
En definitiva, se trata un libro fundamental para todas las personas que quieran pensar históricamente el presente, la crisis del régimen del 78. Y también para entender mejor la relación problemática entre movimientos desde abajo y movimientos desde arriba. Hoy en día, con todo el avance que se está produciendo de nuevos proyectos políticos rupturistas, que se van a enfrentar a numerosos desafíos, vale la pena volver sobre la transición, aquel momento en que unos movimientos sociales muy poderosos -aunque a la inversa de hoy, sin proyectos políticos definidos- chocaron con la capacidad de mutación del status quo para que los pilares fundamentales permanecieran intocables.