Insurrección en las secciones de autoyuda

Mientras leía ¿Dónde está mi tribu? de Carolina del Olmo, recordé a menudo la soledad, la esperanza, el enamoramiento, la euforia y también la desesperación contenida que afloraban en mi voz cuando cantaba nanas, sin estar segura de su efecto, sabiendo que con las letras más que arrullar al bebé me arrullaba a mí y a cuantas madres y padres y cuidadores, abuelas y amigos cantan a las niñas despiertas y a los niños mientras el mundo duerme.

A veces elegía letras que no hablaban sólo de bebés o de la luna, nanas a su manera contestatarias: la de Vainica Doble “No juegues más con el sonajero y dale con él al gato,/ que el muy puñetero, artero y falaz, te dejó limpio el plato./ Zúmbale, paf-paf, zúmbale, zas…, tírale una zapatilla,/ Has de aprender tú solito a luchar ya defender la papilla”. O, claro: Duerme duerme negrito, que tu mamá está en el campo, trabajando sí, trabajando y no le pagan. En sintonía con el libro de Del Olmo, las canciones populares han sido mucho más realistas que los libros de autoayuda: nanas de padres y madres ausentes, como aquella otra que dice: Échale niño al ron ron, que tu padre está al carbón/, y tu madre a la manteca/ no te puede dar la teta.

@_kodrito se preguntaba si Dónde está mi tribu será el pequeño libro rojo que buscan quienes van a ser padres/madres. Y el de quienes ya lo son, añadiré. Creo que muchas crianzas, y por tanto muchas vidas, pueden encontrar apoyo y claridad en él, también lo encontrarán quienes indaguen en los dilemas del cuidar, por ejemplo: en qué medida es posible hablar de “los cuidados” de forma exenta, sin contexto.

Como es sabido, la ficción de los supuestos libros de autoayuda comienza en su nombre: ¿autoayuda? Cuando alguien acude a un libro no es para autoayudarse sino, precisamente, para que el libro le ayude. ¿Por qué el equívoco? Porque, a mi modo de ver, la mayoría de esos libros no aceptan la responsabilidad de ayudar, no dicen quién habla y a quiénes, ni desde qué y a qué circunstancias, todas, ni con qué intereses, necesidades y propósitos.

¿Dónde está mi tribu? es, en cambio, un libro de ayuda, o como señaló su editora, Lourdes Lucía, en la presentación, de socioayuda. Alguien de una determinada formación, procedencia social, con dudas y carencias, experiencias y certezas, nos cuenta sus indagaciones: ¿con qué que interés? El de llegar a ser esa clase de persona que comprende que, si nos ayuda, estaremos más cerca de convertirnos en una comunidad. ¿A quien se dirige el libro? Diría que sobre todo a las madres, y también aunque en segundo lugar, a los padres que, teniendo una mínima estabilidad económica y vital, quieren ser amables con sus hijos, con sus hijas, y mantener la serenidad, jugar, ser un apoyo y una feliz referencia, pero se cansan, se equivocan e intuyen que la presión no debería afrontarse en soledad. Además, a cualquier persona interesada por aquello que puede cambiar en el mundo.

En este sentido, el ensayo de Carolina del Olmo es un infiltrado y el comienzo de lo que ya imagino como una insurrección en las secciones de autoyuda de cada librería. Veo a esa gran mayoría de libros donde todo sucede en hogares burbuja, exquisitos hogares neutros de cuartos empapelados, veo a esos libros pomposos como salones de té, desconcertarse ante la llegada de un volumen guerrillero en donde no se habla de lo que flota sino de lo que está atado a la tierra, a saber: madres y padres bajo la presión constante del capitalismo que, en palabras de Juan Carlos Rodríguez, no nos deja decir “yo soy”, y por lo tanto tampoco “yo soy madre”, sino sólo: “yo soy una persona explotada que, en una sociedad enloquecida, intenta hacer las cosas bien y demasiadas veces no pasa del intento”.

Empezaremos por la crianza, seguiremos por la tristeza y la asertividad, el cuerpo, los afectos y el queso nuestro de cada día. Y si estamos apenados, y si gritamos o tragamos los gritos, ya no, ya nunca más toleraremos que nos digan que el problema viene sólo de dentro y basta con cambiarlo en nuestro interior. Porque hay condiciones, momentos y contradicciones impuestas que hacen que a veces lo político sea personal, la economía sea personal, la depresión sea política y no se ame igual en una casa con ventanas a patios oscuros que sin casa o en una con ventanas luminosas; hay noches en que no se mece igual a las niñas si debes madrugar al día siguiente y bajar a la calle tiritando ni si, al día siguiente, necesitas trabajar pero el mercado de vidas te expulsó.

Sin eludir en ningún momento la responsabilidad de cada persona, Del Olmo dispara contra los discursos de la culpa. Las verdades a medias mienten y cuando la culpa aparece casualmente circunscrita a lo que el individuo a solas puede en teoría controlar -sea una cajetilla de tabaco o el llanto de un niño-, sin contemplar en cambio lo que la organización social podría y debería sostener -unas condiciones de vida buena en común-, entonces el discurso de la culpa es una agresión política. Por eso Del Olmo se atreve también a expresar los silencios clamorosos de tantos libros que, como en el resto de los campos, al fingirse asépticos terminan siendo reaccionarios: las cuidadoras emigrantes nunca nombradas, o la responsabilidad por los bienes culturales y sociales previamente adquiridos cuando el acceso se restringe cada día más. La diferencia entre culpa y responsabilidad aflora al ligar los comportamientos morales al compromiso, mientras que la culpa vendría a ser en multitud de casos, a mi juicio, la reacción narcisista de quienes consideran, a veces en desesperada defensa propia, que todo depende de la voluntad personal. Como cualquier ensayo que se precie, el libro plantea dudas y debates a quien lo lee, así por ejemplo, hasta qué punto no podemos incurrir las personas adultas en eso que se suele atribuir a los bebés cuando se dice que son “muy buenos”. Un bebé muy bueno no es más que un bebé que no molesta a los adultos, pues es obvio que sus decisiones no están movidas por nociones éticas ni morales. La pregunta es en qué circunstancias,i en nuestro contexto actual, es posible reivindicar en las buenas calificaciones morales sin que éstas lleven aparejadas el no molestar al capitalismo, a las reglas del juego establecidas. Tal vez por eso me ha interesado particularmente la noción de amabilidad, palabra pequeña, reacia a las mayúsculas y donde no cabe, entiendo, portarse bien con lo establecido y sí la ola que sumada a otras que ayude a socavarlo.

Hace muchos años un buen amigo, excelente psicólogo y escritor, andaba pensando en escribir un libro titulado Psicopatologías del capitalismo; el propio capitalismo con sus exigencias y las luchas necesarias, se lo ha impedido de momento. Hay personas que se han adentrado en esta cuestión con gran sabiduría, Guillermo Rendueles, citado a menudo en el libro, es sin duda una de ellas. Del Olmo continua por la misma vía y avanza un paso más, al entrar de lleno en el terreno de lo aparentemente más íntimo del mundo: la relación de una madre con su hijo. No hay ingenuidad en sus palabras, no se juzga con ellas a quienes, negándose a aceptar las reglas del juego que apresaban a las mujeres en sus casas, iniciaron otras vías con sus luces y sombras. Como tampoco se juzga a quienes hoy, cuando las circunstancias se lo permiten, intentan una crianza liberada del presión del mercado de trabajo. Lo que se combate es la resignación. Y del movimiento que perdura una vez cerrado el libro surge una inminencia: la angustia que creíamos personal, el arrepentimiento por aquel grito o aquel mal gesto que dañó a nuestros amigos, parejas, madres, amigas, padres, a nuestros hijos e hijas, golpeando contra un sistema que altera el orden de prioridades.

Por su honestidad, esa palabra de la que es fácil perder el significado, el ensayo de Del Olmo me ha recordado a la singularísima novela de Margaret Drabble, La piedra de moler. Escrita en pleno debate sobre el aborto en los años sesenta -digo, sí, años sesenta del siglo pasado-, su narradora transmite el máximo respeto al derecho a elegir al tiempo que hace visibles los propios privilegios, torpezas, chifladuras, la injusticia tan desigualmente repartida y el influjo de esa “luz débil, constante y nacarada” que emiten los niños y las niñas cuando duermen. Drabble y Del Olmo comparten un sentido del humor cáustico aparece de repente y hace sonreír durante un buen rato aun cuando lo que digan sea tremendo.

Admiro y me conmueve el vigor con que Del Olmo formula su rechazo, que es también nuestro, a quienes, dice, “ensalzan implícitamente una facticidad -el mercado laboral capitalista- francamente repugnante”. Porque al margen de que la mejor forma de estar en el mundo varíe en cada caso particular, Carolina Del Olmo en este libro se niega una y otra vez a dar por bueno el “esto es lo que hay”. Su crítica a ciertas admoniciones de los expertos no se dirige sólo a su tantas veces confusa argumentación científica y a su falsa neutralidad. Hay en ella algo más intenso, hay actitud, que viene a ser como avisar: prenderé fuego a mi piano o lo tocaré con los pies, caminaré de espaldas hacia lo desconocido, pero no me haréis decir que lo que hay es necesario, ni admitiré una realidad construida con vuestra violencia que descuida, abandona, y apenas nos deja ser amables con los más débiles.