Quedan lejos los tiempos de las políticas de ley y orden (Law and Order) para hacer frente a la inseguridad ciudadana surgidas en la Inglaterra de los años 70, pero algo permanece de sus ecos. Estas políticas, que consistían —llanamente— en la persecución penal de pobres y marginales como fórmula para combatir las olas de criminalidad, supusieron una reformulación de la cuestión social como cuestión de seguridad. Además, fueron la respuesta de múltiples líderes políticos europeos, como Thatcher, Schröder, Jospin o Sarkozy, ante la politización de la inseguridad —entendida como entrada en las pugnas electorales— que se vivió a finales del siglo XX.
En España, las leyes que bajo el mandato de Aznar incrementaron la represión de la pequeña delincuencia (y que vincularon los delitos con la inmigración, utilizando el código penal para finalidades de control de fronteras), son la mejor muestra de este tipo de políticas.
Hoy en día el escenario es muy distinto y la inseguridad no es un caballo de batalla electoral. La reciente pandemia mundial, la crisis climática, la escasez de recursos energéticos, la guerra retransmitida en directo por redes sociales y sus efectos sobre la población, hacen suponer que las mayores amenazas a la inseguridad no vienen de los sectores marginales.
De hecho, con la excepción de casuísticas muy localizadas, que suelen estallar en verano (ocupaciones, botellones en Barcelona, etc.), durante los últimos años los debates e iniciativas políticas relacionadas con la seguridad en España han sido más bien escasos. Descartando los monólogos cansinos y fuera de lugar de VOX, ¿qué otro partido tematiza la seguridad en sus campañas electorales o sus discursos? ¿Qué propuestas plantean?
Más allá de la promesa incumplida sobre la derogación de la Ley mordaza (LO 4/2015 de Seguridad ciudadana), las iniciativas políticas sobre este tema brillan por su ausencia. La falta de interés político por las políticas de seguridad en España puede corroborarse en el ranking de países donde los partidos discuten más sobre orden público, criminalidad y sistema de justicia, elaborado por el Manifesto Project, del Centro de Investigación Social de Berlín, mediante el análisis de los programas electorales de 28 países europeos durante los últimos 10 años. En ese ranking, España se sitúa penúltima, en el puesto 27, solo por encima de Grecia.
La gestión securitaria apenas aporta réditos políticos, pero las alarmas sociales vinculadas con olas de criminalidad o a la proliferación de actos incívicos siguen siendo una potente arma en manos de la oposición, independientemente del partido político y de sus políticas de seguridad, para poner en un aprieto a quién tiene el poder político (que se lo pregunten al gobierno de Barcelona en Comú). Ante demandas sociales relacionadas con la inseguridad ciudadana, simplemente se siguen las directrices policiales y se espera que pasen (como sucede en el barrio de Os Mallos en A Coruña).
No se suele optar por grandes despliegues de medios, ni por dar demasiadas explicaciones sobre el contexto, la evolución de las cifras, o los medios destinados. En términos políticos, ni la publicidad ni la transparencia de las actuaciones se utilizan para mejorar las valoraciones públicas, sino que, en términos policiales, la estrategia va por otro lado.
En los publirreportajes policiales, que casi a diario se cuelan en los informativos, siempre lucen más las patadas en las puertas y las detenciones llevadas a cabo por robocops en el marco de operaciones antiterroristas (o, a malas, la manida imagen de los alijos de droga) que cualquier atisbo de rendición de cuentas de la actividad policial.
La falta de atención de la política estatal sobre cuestiones securitarias no es el peor escenario. Tiene múltiples ventajas, ya que nos ahorramos la repetición de debates improductivos y desgastados que abogan por el populismo punitivo como respuesta irreflexiva a los problemas sociales o a la inseguridad en algunos espacios públicos.
Pero también tiene grandes inconvenientes, como la falta de interés por una verdadera rendición de cuentas, el enquistamiento de respuestas desfasadas a realidades sociales muy diversas, o la policialización de los debates securitarios, es decir, la sacralización de la perspectiva policial como única posible y cualificada sobre cuestiones de seguridad (de ahí que las únicas iniciativas políticas sobre seguridad de los últimos años se hayan realizado al dictado de las necesidades corporativas).
Para desertar del modelo securitario de control policiaco-céntrico es necesario ampliar las coordenadas y los actores de los debates. Por ello, las autoras del libro Metropolice. Seguridad y policía en la ciudad neoliberal, compartimos algunos análisis sobre los efectos de las políticas de “ley y orden”.
¿Qué ecos han llegado de las políticas de “ley y orden” a Metropolice?
En Metropolice se ha pasado la pantalla de las políticas de “ley y orden”, de las estrategias de tolerancia cero y de la policía dura que asedia penalmente a jóvenes desempleados, drogadictos u otros “maleantes”. Sin embargo, la nueva pantalla no ha implicado un cambio significativo de los fines y objetivos, sino de los medios.
Para gran parte de las policías urbanas, PDA en mano, el código penal se ha sustituido por un elenco de normativas administrativas a las que la policía recurre según la ocasión: ley de seguridad ciudadana, ley de extranjería, ordenanza de civismo, exigencia de licencias municipales para ejercer una actividad, etc. En Metropolice la piedra angular de la gestión de la inseguridad no es la criminalización de la pobreza, es la imposición de sanciones administrativas, que frecuentemente se transforman en multas, dirigidas mayoritariamente a las personas pobres, más o menos racializadas, según el contexto.
La gestión administrativa del espacio público, fundamentada en el orden público y la seguridad ciudadana, la convivencia y la extranjería, ha permitido la expansión de los poderes policiales mediante la ampliación de los pretextos de intervención, que no deben limitarse a la persecución del delito una vez se ha cometido.
La despenalización del control de la inseguridad también ha implicado una reducción de las garantías judiciales intrínsecas a los procesos penales, así como una mayor agilización de las actuaciones, que ya no dependerán de los jueces, sino de la propia instrucción policial. Es cierto que las sanciones administrativas son menos graves que las penales (una multa es siempre más llevadera que la privación de libertad, sobre todo para quiénes disponen de recursos económicos para pagarlas), pero estas incrementan la certidumbre y la prontitud de la sanción.
En la década de los años 2000, de la mano de las ordenanzas de convivencia, como dice Manuel Maroto, se produjo una especie de estallido del “municipalismo policial” mediante el cual se habilitó legalmente la actuación policial en casi cualquier ámbito imaginable de la vida urbana. Así, ante denuncias por ruidos, cacas de perros, beber alcohol, patinar, dormir en la calle, prostitución, malabarismos en los semáforos, venta ambulante, etc., la policía puede intervenir, iniciando un procedimiento sancionador que puede terminar en multa, pero también obligando a la persona a desplazarse o a que cese su actividad.
Tras la aprobación de la conocida y controvertida Ordenanza de Convivencia de Barcelona de 2005 (que el gobierno de Barcelona en Comú iba a modificar, pero que ahí sigue), otras muchas ciudades reprodujeron el modelo y el contenido. Una década más tarde (2015), la conocida como Ley Mordaza, consolidó y elevó al ámbito estatal muchas de las previsiones de estas normas, de modo que el control del civismo y la convivencia se convirtieron en una pieza más del engranaje policial, apenas cuestionados y utilizados para la gestión cotidiana del espacio público.
Otra herencia de las políticas de ley y orden que encontramos en Metropolice recae en la importante dimensión simbólica de la gestión del orden en la calle y el reforzamiento de las estratificaciones del espacio público:
“Mediante la legitimidad que aporta la prohibición de una conducta en una norma jurídica, las ordenanzas de convivencia han reforzado la estigmatización y el rechazo de determinados individuos etiquetados como incívicos. Prostitutas, vendedores ambulantes, mendigos, limpiadores de parabrisas o malabaristas de los semáforos, músicos de calle, sin techo, etc., ya no son (solo) excluidos por ser pobres, son excluidos por incívicos y por ello, además, son merecedores de una sanción, la multa (independientemente, de que puedan o no pagarla).” (Metropolice, p.57-58)
Además, cuando «los incívicos» son personas racializadas, la estigmatización y criminalización se refuerzan:
“La normativa incluye algunas identidades y excluye a otras, ya que prohíbe conductas que constituyen formas no-normativas de estar en el espacio público que llevan a cabo determinados colectivos y no otros (por ejemplo, se puede consumir alcohol en la calle cuando se hace sentado en la terraza de un bar, pero no se puede si se hace en un banco). Se trata de una política simbólica de definición de usos del espacio de acuerdo con las estratificaciones sociales, raciales, de género y económicas, que favorecen a quienes detentan privilegios y relegan, ahora sancionándolos por infringir normas de convivencia, a quienes se encuentran en una posición subalterna”. (Metropolice, p.59)
De este modo, ordenanzas de convivencia, la ley de seguridad ciudadana o la ley de extranjería finalmente se acaban utilizando más para desplazar de los centros urbanos a aquellas persones que generan molestias que para resolver problemas de convivencia, de modo que acaban operando como forma para la separación espacial entre «deseables» e «indeseables». Las personas percibidas como amenaza o sin capacidad de consumo se ven así desplazadas y relegadas a las periferias, donde, si hay conflictos vecinales, importa menos y simplemente se esperará a que pasen.