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El carácter de acontecimiento singular e irreversible de la pandemia no es tan sencillo de determinar. Todos tenemos la intuición de que esta crisis tiene un núcleo opaco, una imagen de amenaza que escapa al mero conocimiento científico, y donde se pone en juego la emergencia de una experiencia compartida de incertidumbre, de complejidad, y de fragilidad de los ecosistemas, hasta aquí negada y borrada por los intereses macroeconómicos del neoliberalismo.
De un día para otro han irrumpido en el centro mismo de nuestro devenir, y venimos a recordar que estamos vinculados, que siempre hemos estado vinculados, ontológicamente ligados, y que no podemos impunemente pretender existir separados del mundo y de los otros. Se trata de ver que el exilio del ser humano impuesto por la Modernidad fue una ficción, y que lo único que esta crisis nos ha permitido experimentar de manera positiva es que los lazos nos constituyen.
La fragilidad es experiencia, práctica concreta y no un saber sin suelo. Esto nos exige desarrollar un pensamiento y una acción que integre la racionalidad, pero no la irracionalidad de los relativismos identitarios ni la híper-racionalidad de la máquina algorítmica.
Nos invita a un pensamiento que nos permita comprender los lazos sutiles y las consonancias que estructuran los ritos sociales e individuales con los ritmos de lo vivo, con la experiencia del sentido común.
No vamos a asumir el desafío ecológico de la mano del pensamiento lineal racionalista que ignora la complejidad de los cuerpos y de los ecosistemas.