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La idea de nación es una de las más poderosas de la modernidad occidental. Ni siquiera las nuevas realidades del internacionalismo o la globalización han podido restar fuerza a los discursos que intentan definir lo nacional, postular sus orígenes, narrar las claves de su progreso y su sentido. Sin embargo, más que una sustancia inalterable en el tiempo, la nación es un laboratorio de diferencias culturales que mutan al ritmo de las migraciones, los conflictos sociales y la tensión entre lenguajes hegemónicos y posiciones minoritarias. Nación y narración, ya una referencia ineludible en el campo de los estudios poscoloniales, pone en tela de juicio la autoridad de conceptos como "tradición", "pueblo", "cultura", que suelen presentarse en el marco de una narrativa evolucionista de la continuidad histórica. Su propuesta no es reemplazar la noción de identidad nacional por la de relativismo cultural, sino restituirle a la representación de lo nacional sus contradicciones constitutivas, su ambivalencia, ese suelo transitorio en el que "lo mismo" y "lo otro" nunca se reconcilian, pues las operaciones que fundan tradiciones nacionales son a la vez actos de desplazamiento y exclusión cultural.