Los poemas de Txema, como sus relatos, se beben de un trago, entran fácil, pero engañan: apenas has acabado la última línea comienzan a hacerte efecto, a llenarte la cabeza de atmósferas, de recuerdos? Muchos de ellos son la máquina del tiempo que te teletransporta hasta una infancia perdida y añorada, reencontrada a través de vivencias comunes: los primeros cigarrillos, los descampados, la vida descubierta donde muere la ciudad, mirar escaparates los fines de semana? Otros, te seducen con ese encanto de los gestos, de puro cotidianos, olvidados ?sobre todo en la literatura?, gestos de los que nunca hablamos, pero todos hacemos, como comerse el currusco de pan en el ascensor o encontrar cierto placer en quitarse las legañas en la cama al despertar, como si fueran lágrimas fosilizadas y nosotros paleontólogos de la noche y de andar por casa.