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Un recién nacido aparece abandonado en el último asiento del tranvía número catorce. Es Nochebuena y el vehículo surca cual cometa las vías hacia la periferia de una ciudad sin nombre. ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Qué va a ser de él? Tal vez por caridad, por improvisación o por locura, alguien ha decidido confiar al niño a los brazos del mundo. Y el «mundo» que lo acompaña en ese primer viaje de su vida es esa parte de la existencia a la que no se le suele prestar atención, la mano de obra de la pobreza: un vendedor ambulante de paraguas, una joven prostituta africana, un muchacho negro sin papeles o un mago inmigrante que ha perdido la memoria. Un pesebre espontáneo y desharrapado que bien podría haber sido imaginado por Vittorio De Sica, y cuyas «figuras» considerarán que la aparición del niño es digna de un verdadero redentor: no descartan la idea de que aquel niño perfecto y perfumado de naranja no haya llegado por casualidad a ese lugar insólito y en ese día señalado, que no sea una posibilidad de salvación.
A la guisa de un Dickens del siglo XXI (y como ya hiciera de manera magistral en «Los niños del Borgo Vecchio»), Calaciura pone en primer plano las vidas minúsculas de esos llamados, en palabras de Eduardo Galeano, «los nadies», los hijos de nadie, los dueños de nada, los ningunos, los ninguneados: unas vidas huérfanas de todo y libres del vicio de la riqueza, pero también poseedoras de una resolución invencible. Su escritura nos sitúa en una atmósfera de fábula en la que la crudeza y el lirismo dan lugar a una prosa repleta de hallazgos que mueven y conmueven, que arrullan y arrollan al lector: un autor que comprende y recrea como pocos las dificultades de tantos para estar en el mundo.